13.12.10

El vendedor de relojes

Para Enrique Morente

Había llegado, nos contó una noche, del sur. Soy un nómada de lo más casero, un francotirador de las tradiciones, un clásico con ganas de seguir dando por el culo. Pensamos que vendía relojes, porque en sus muñecas desnudas el tiempo era arena de un desierto a años luz. Hasta que una noche, cerrada ya, cuando los buenos se esconden bajo las mantas y lloran sobre la esponja de la almohada, se encaramó a un rincón con escalón, entre penumbra y frío, bajo la luz amarillenta de una bombilla mortecina. Y abrió la boca. Dejamos entonces de beber, sosteniendo los vasos con puños apretados como cuando se aferra algo que no se quiere perder nunca o que no existe. Cantó. Con los ojos pequeñitos y cerrados, con los pulmones rompiendo la camisa, con las manos aquellas retacas y rotundas punteando el aire. Estaba allí en su esquina, tras la columna donde aún se puede rezar o matar sin que te vean. Apurando otro vaso de whisky y una parte de nuestras vidas. No le dijimos nada. Lo dejamos seguir, toda la noche, hasta que el sol se filtró a través de la ventana. Amanecía. Relajamos los dedos. Apuramos nuestra copa. Y nos marchamos, sin decirnos nada, secándonos las lágrimas con el dorso de las manos. Vino del sur. Allá marchó, una noche puñetera de diciembre. Debía haber sido vendedor de relojes. Sabía detener el tiempo.

5.12.10

El hombre de la fotografía

Cuando te miraba, al otro de los ojos, al fondo de la conciencia, veías que el futuro no existía. Tenía las pupilas cansadas. Una vida convertida en surcos alrededor de los párpados. Las cejas alborotadas, grises, puntiagudas. El blanco del iris convertido en rojo. La mirada ausente, en otro lugar, en otro tiempo. Era el mismo hombre que sonreía desde la fotografía en blanco y negro. Allí, los brazos en alto, la multitud voceando su nombre. Desde un trono de hombros que lo aupaban. El mismo congelado en la pared de aquel bar. Ahora, a este lado de la barra, bebía mientras miraba su reflejo en el cristal de la imagen. Siempre en la misma posición. Siempre frente a sí mismo. Aún le llamaban maestro al entrar. Le dejaban beber tranquilo. Sin hablarle, como le gustaba.

28.11.10

La redención

La redención era un lugar que no figuraba en los mapas. La buscaban las señoras en iglesias con señores oscuros. Las parejas dándose últimas oportunidades. Un sitio que todos querían conocer y que cada cual inventaba. Jamás creímos en ella. No estaba hecha para nosotros. No la merecíamos. Tampoco preguntamos por ella. Hay rincones en el alma tan destartalados y caóticos que no hay forma de meterles mano. Mejor no abrir ciertas puertas. Lo sabíamos. Para nosotros la redención era una botella de ginebra. Ceniceros llenos. Y nada que perder. Y alguna mujer, de vez en cuando, que nos rodeaba el cuello con sus brazos. Y una mano sujetándonos por detrás cuando los pies se asomaban al abismo. Otra noche. Y un amanecer cruel con el que despertaban también los fantasmas que habíamos ahogado mientras el sol dormía. La redención era una condena. No la busques, chaval, nos decíamos. No trates de alcanzarla. No existe. Abrázame de nuevo, chica. Dime que todo va bien. Miénteme una última vez.

20.11.10

Yo quería ser otros

Había días en los que mis propias sombras lo oscurecían todo. No importaba que estuviese con los muchachos. Aquellos eran días en los que no quería estar con nadie pero tampoco podía estar solo. Días en los que miraba alrededor y me cambiaría por cualquier otro. Días en los que veía en esas vidas las que yo quería vivir, en sus aspectos el que yo quería tener, en sus conversaciones las que yo deseaba mantener. Aquellos días de nada importaba que tratase de callar mi cabeza ahogándola en vasos de alcohol. La misma sensación acentuada volvía tras un paréntesis de risas, tras un resquicio del olvido. Y entonces volvía a verme rodeado en aquel lugar con música de fondo y humo por rostros alegres, vidas que suponía felices, y mis pies se hundían aún más en unas arenas movedizas que sentía ya alrededor del pecho. Si no puedo respirar no es por el tabaco. Y aunque mirase a esos otros e intentase adivinar si ellos también, de vuelta en sus casas, pensarían en que se cambiarían por otros otros, nada compensaba, nada consolaba. Esos días eran batallas que debía mantener yo conmigo mismo. Lo malo es que nunca he sabido cómo ganarlas. Lo peor es que esos días son cada vez más frecuentes.

17.11.10

Ella no la necesitaba

No volvería a verla. Era la última vez. Después acabaría todo. Aquello no tenía futuro. Tampoco yo. Ofrecí presente a duras penas. Quería más. Aunque lo intentamos no lo conseguimos. Aquella noche nos despedimos. Un último beso bajo la luz. Intentó llorar sin conseguirlo. Volví a casa. Los muchachos me esperaban donde siempre pero aquel día no podía dar explicaciones. Cuando uno pierde todos perdemos. Y nadie le gusta que se lo recuerden. Pasó por mi vida como pasan los buenos recuerdos. Se disfruta mientras sucede pero se sabe que tiene fecha de caducidad. Ella creía en el amor. Yo creía que todo, siempre, podía empeorar. Que el futuro es un animal que mientras le estás acariciando se afila los dientes para morderte. Caminos separados, simplemente. Hoy ya no le doy explicaciones. Aquel día no las encontré. Nos besamos, en aquella esquina de nuestras vidas, y nos deseamos suerte. Ella no la necesitaba.

12.11.10

Cielo blanco

Saca las manos de los bolsillos y muéstramelas. Las palmas abiertas hacia mí. Mira arriba. Hoy el cielo es blanco. Te lo mostró aquella chica. Lo señaló con el índice. Con las uñas pintadas de colores. Con brillo al fondo de los ojos. Sabes que te hizo sonreír en el rincón del alma donde nunca da la luz. Después saltó a otro tema. Así, de repente. No intentes entenderlo. Muéstrame las manos. La cicatriz del dorso. Aquella rueda. Sí, lo sé. Ahora extiéndela y coge la mía. ¿Lo ves? No estás sólo salvo cuando crees que estás solo. No lo estás. Repítetelo. Vamos. Otra vez. Pelea, muchacho. Inventa tú realidad. Rompe el espejo. Golpea los talones de tus zapatos y grita: quiero estar lejos de casa, quiero estar lejos de casa. De ti depende. Sólo de ti. No esperes a que el cielo cambie de color.

6.11.10

Nuestro ángel de la guarda

Me enseñó lo poco que sabía. Era suficiente. Lo más parecido a un padre. Un maestro. Una maldita terrible influencia. Las mejores. No podíamos hacer nada más. Apenas un puñado de trucos viejos. Aún servían. Dos frases. Tres formas diferentes de quitarse el sombrero. Cómo hablar el lenguaje de las manos. Aquello que nunca se le podía decir a una mujer. Tenía tantos años ya que ni los contaba. Llevaba muchos más diciendo que estaba a punto de terminar su función. Ni nos acordábamos cuando lo conocimos ni por qué. Sólo que éramos un grupo de chavales descubriendo las reglas de aquel juego al que nadie nos invitó a jugar. Todos a la vez. Tan tontos como rápidos. Tan lentos como poco espabilados. Le dimos lástima, tal vez. O se vio a sí mismo en aquel pasado imperfecto que conjugó como nosotros tratábamos de hacer. Nos sentaba en corro, en una esquina de la noche, y nos desvelaba los misterios que más tarde supimos que no lo eran tanto. Después se marchaba, siempre igual, subiendo las solapas de su abrigo de lana gris y desaparecía sin decir dónde acabaría. Durante años fue lo más parecido que encontramos a un ángel de la guarda. No podíamos aspirar a nada más.

31.10.10

Besaba con los ojos

Ella bailaba con los labios. Besaba con los ojos. Agitaba las manos sacudiendo el humo. Y cada vez que movía el culo, aunque la música no acompañase, amanecía. Y ya no estábamos borrachos. Pocas mujeres sabían comportarse como ella. Le veíamos. Nos miraba al otro lado. ¿No estáis bebiendo demasiado, chicos?, preguntaba, mientras volcaba de nuevo la botella sobre nuestros vasos. Y cada vez que nos sonreía desaparecíamos de allí y despertábamos solos en una playa con palmeras, dos botellas de champán y un biquini ridículo desatándose entre nuestros dedos. Sólo segundos. Suficiente para volver a empezar. Fueron muchas noches. Todo mentira. Cuando se recuperó del infarto, el camarero de siempre volvió a su barra de siempre. Ella se fue. No volvimos a pedir whisky. Aún saboreamos su última copa. Nunca quiso venirse conmigo. Has bebido demasiado, repitió. Sonrió y temblé. Y se marchó, dándome la espalda, moviendo el culo. Y aunque amanecía ya, entonces anocheció.

14.10.10

Yo, tú, ellos

Dímelo. Sólo dímelo. No lo expliques. Yo no lo hice. No lo necesitas. Si están allí iremos. Lo sabes. Lo sabías cuando viniste a buscarme. ¿Cuántos son? Antes no pensábamos en números. Íbamos y allí descubríamos que debíamos haberlo pensado antes. Ahora sí. Nos estamos haciendo viejos. Lo sabemos. Pero aún así, aunque no salgan las cuentas, iremos. Seremos estúpidos, sí, pero jamás cobardes. Dímelo. Sabes que iré. Tan sólo hazlo. Vamos, suéltalo. Rápido. Sin detalles. Iré como tú viniste cuando yo te lo dije. Sin hacer preguntas. Sin dudarlo. Sólo quiero saber cuántos son. Tal vez no podamos ir solos. Tal vez no debamos. Sé que lo hicimos antes. Ahora es diferente. ¿Tú te sientes igual? Antes hubieras llegado y me lo hubieras dicho. Ahora dudas. No te atreves. Vamos, ya esta, dímelo e iremos. Tú y yo. Enfrente ellos. Pero no me des explicaciones. Prefiero no saber por qué vamos.

12.10.10

Compra el periódico, chico

Ven, chico, le llamó. El niño dudó. Sí, tú, chico, ven aquí. Volvió a dudar mirando a los lados, buscando otro chico que respondiese. Pero no había más. Chico, ¿a qué esperas? ¿no querrás que vaya yo, verdad. Estaba nervioso. El resto de los muchachos y yo le mirábamos, con los ojos tiritando de impaciencia y una mueca apagada. Al final se acercó, indeciso, con las manos en los bolsillos y mirándose las rodillas a cada paso. Cuando llegó le tendió una moneda. Ve al quisco, chico, y compra el periódico. Hazlo rápido y podrás quedarte lo que sobra. Vamos, ve, ya estás tardando. El niño se giró y echó a correr, ya con las manos fuera, la derecha apretado aquella moneda, sin mirarse la zancada. Mientras esperaba se agitaba. ¿Dónde se ha metido ese maldito chico? Ya le pillaré, decía. Pero aún podíamos ver su espalda corriendo hacia el quisco. Volvió, también a la carrera, con el periódico entre las manos. No le dio tiempo a llegar. Se abalanzó con tres pasos kilométricos y lo cogió a mitad de camino. Le quitó el periódico de las manos y le dijo: ahora, chico, vete a jugar, vuelve a lo tuyo, vamos. Allí, a varios metros de nosotros, lo abrió y empezó a pasar las páginas, con ansiedad, con torpeza. Nosotros esperábamos sujetando aún la mueca, con los ojos aún más abiertos, algunos dándole la espalda a todo aquello. Terminó de recorrer las páginas y sus hombros se hundieron. Sus rodillas dejaron de ser palos. Sus manos soltaron el diario. Entonces nos miró. Aún entre el susto y la realidad. Y nosotros reímos. Era una vieja broma. Contarle a uno de los muchachos que aquello que había hecho salía en el periódico. Ya nadie se lo creía. Salvo él.

6.10.10

Aquella mujer; la misma historia

Allí estaba, de nuevo, contando aquella historia. Todos sus detalles. Cómo había amanecido nublado aquel día; cómo olía a pan recién hecho en aquella tienda; cómo atravesó el coche oscuro la calle; cómo corrían los niños de regreso del colegio. Los muchachos escuchaban, atentos. Les expliqué de dónde surgió aquella mujer. Cómo sus tacones golpeaban el suelo y marcaban un ritmo que jamás había escuchado. Cómo aleteaban los pliegues de su falda y cómo el sol que se asomaba entre las nubes marcaba la sombra de sus piernas. También les hablé de la blusa roja, del botón desaprovechado, de aquel cuello surcado por aquella vena que baja por el mapa del cuerpo prometiendo una última estación en la tierra prometida. Y cómo aquellos labios se movían al ritmo de los tacones, entreabiertos, pintados de un rojo intenso. Los muchachos asentían. Me habían escuchado mil veces relatando aquel día pero aún sonaba todo nuevo. También para mí. Cada vez que lo contaba no podía evitar el cosquilleo, la excitación. Y les dije, también, que en aquellos ojos profundos hallé la mirada más triste que jamás había visto. Un baúl de secretos encerrados. La habitación de los fantasmas. Una realidad que no hubiera querido conocer. Sí, me miró, terminaba la historia. Pero temblando de miedo, les confesé, no pude más que tocar el ala de mi sombrero y apretar el paso. No volví a encontrarme con aquella mujer. La historia sigue siendo ésta.

1.10.10

El último trago

Y a mí qué carajo me importaba cuánta heroína pudiese fumar aquel señor. Yo sabía que cada vez que subía allí y se vestía de sombra y humo, todo lo que tenía dentro lo soltaba. Jamás abrió los ojos. Apretaba los labios sobre la boquilla de aquel saxofón, por encima de la pajarita, y soplaba hasta que licuaba el alma al otro lado del instrumento. Menudo hijo de la gran puta. Los muchachos y yo lo observábamos con los ojos y con un vaso de whisky en las manos, como debe ser. Y dejábamos que aquellos graves nos meciesen. Y que aquellas cimas de agudos intensos y disparatados nos preocupasen. Aquello era una paliza para los sentidos. Una alarma de incendios en una habitación sin ventanas. El llanto de una mujer que ahora sí no llora por ninguna tontería. Aquel hombre lo contaba todo sin abrir jamás la boca. Ni una palabra. Ni siquiera cuando se sentaba al final de la función en aquel rincón. La camarera le llevaba su bebida y él bebía. Nadie le podía molestar. Dicen que estuvo siempre tan drogado que no hubiera entendido su mismo idioma. Una noche nos quedamos hasta que salió la camarera. Entonces la asaltamos en la puerta y se lo preguntamos. Ella nos lo contó. Sin haberle visto los ojos nunca, siempre respondía: gracias, hija, este puede ser el último trago.

31.8.10

Mátame

Mátame. El próximo día, hazlo. Antes de que abra los ojos. No dejes que vuelva a suceder. Atrapa mi cuello con tus manos y no lo sueltes hasta que deje de agitarme. Trata de calmarme al mismo tiempo. Susurra a mi oído junto a la almohada húmeda. No protestes. Sólo hazlo. No lo dudes. Si vuelvo a chillar así durante la noche no esperes que despierte. No me preguntes. No trates de tranquilizarme. No me digas que no pasa nada. Olvídate. Antes de que pueda despertar, mátame. Está en tus manos. Elije tú cómo lo haces. No pondré objeciones. No podré. Sólo hazlo. No importa la hora. No te preocupes por lo que pase después. Actúa. Si chillo durante la noche no me preguntes por qué lo hago. La única forma que dejaré de chillar será si no respiro. Esa es la solución, chica. No te puedo dar más explicaciones. No entenderías porque grito en mitad de un sueño. No comprenderías porque no salgo de algunas pesadillas. No intentes entenderlo. No preguntes a los muchachos. Tampoco ellos te dirán nada. Si chillo, mátame. Hazlo antes de que abra los ojos. Para que no pueda mirarte a los tuyos. Si no, no te quejes porque no te dejo dormir. Ya sabes donde está la puerta.

26.8.10

Maldito perro hogar

Hubiera preferido no volver. Imagino que no tengo nada que decir. O que lo que puedo decir es mejor no decirlo. O que mejor me gustaría inventarme algo que decir. La realidad es puñetera. La verdad es como un análisis de sangre. No engaño al doctor con los resultados delante igual que no me engaño a mí mismo. Sólo los muchachos hacían la vista gorda. Como yo la hacía con ellos. Conocíamos policías en otros barrios que miraban el cielo azul buscando nubes cuando un camión se acercaba a esquina. Vigilantes a los que le saltaba la alarma de la vejiga cuando algunos tipos se acercaban con las manos en los bolsillos. Nosotros éramos igual. Sí, pero sabíamos que nos acobardábamos. Preferíamos hacerlo a insistirle a uno de los muchachos tantas veces que abriese los ojos. Aquello no cambiaba nada. Nadie mentía después. Todos sabían que el doctor seguía ahí, al otro lado, con las gafas asomadas a las nariz y voz de malas noticias. Simplemente nos dábamos respiros. No siempre necesita uno que le digan que está perdido para saber que está perdido. Sinceramente, hubiera preferido no volver. Haciéndolo me he vuelto a dar cuenta de que estoy perdido. No ha hecho falta esta vez que me lo dijese nadie. Bienvenido, dice mi felpudo. Maldito perro hogar.

22.7.10

Hasta la vista

Está todo dispuesto. Será mañana al amanecer. La bolsa con las camisas. El sombrero. El tabaco. Serán unos días. Quizá alguna semana. La verdad es que no sé cuándo regresaré. Mejor no me preguntes. Quizá vaya solo. Uno de los muchachos quiere acompañarme. Cuando amanezca lo decidiré. Hay lugares a los que es mejor no llevar compañía. Hay fantasmas que no se asustan de las conversaciones. Me iré. Volveré, en algún momento. Los muchachos lo saben. Dijeron adiós ladeando la cabeza. Hasta la vista, socio. Y poco más. Mañana al amanecer emprenderé viaje. Sé dónde. No sé por dónde. Lo necesito. Eso también lo sé. Escapar de estas paredes. Horas, quizá. Los falsos consuelos también consuelan. Se aprende rápido. Lo malo será el regreso. Siempre lo mismo. No podrás besarme porque no voy a despedirme. Simplemente me marcharé cuando amanezca. Hasta la vista.

12.7.10

Un beso

Vamos, acércate. Ya lo has hecho otras veces. Ésta no es diferente. No mires hacia atrás. Nadie vendrá a rescatarte ahora. No quieres que eso suceda. A los lados no sucede nada. Olvida toda esa gente. Tú y yo. Vamos, acércate. Si lo haces sabes que soy capaz de todo. Lo mataré, si me lo pides. Quizá me quede. Esta noche seguro. No me preguntes por mañana. No existe nada más que los tres pasos que nos separan. El tiempo ahora es distancia sólo física. Rompe la frontera. Vamos, acércate. Mírame como yo te estoy mirando. Son tus ojos los que lo dicen. Por mucho que niegue tu cabeza. Estás aquí. Podías estar muy lejos de mí. No quisiste hacerlo. No hay excusas. Se acabaron las palabras. Ya no. Los dos lo sabemos. Ahora sólo son tres pasos y pondremos el punto y final a todo esto. Olvida lo de alrededor. Nadie nos mira. No existimos. Estamos solos tú yo por mucho que suene la música de la orquesta. Nadie baila. Vamos, acércate. Dime que no quieres hacerlo y te dejaré marchar. No intentaré detenerte. Ni siquiera te sostengo la mano. No tienes barreras detrás. Delante sólo tres pasos. Vamos. No me digas que no. Tus labios dicen que sí. Tiemblan. Veo tus dientes entre ellos. Vamos, acércate. Son sólo tres pasos. Cuando nos hayamos besado, dejarás de rezar. No habrá nada más en lo que puedas creer. Vamos, sólo tres pasos, tu y yo, olvida la gente, dame la mano, acércate. Vamos, bésame.

5.7.10

Un buen viaje

Cada uno de los muchachos sabía cómo escapar. Para eso no necesitaban a nadie. Siempre había algún conocido que en un rincón de otro barrio te daba en un apretón de manos un billete en otra dirección. Después cada uno buscaba el lugar donde coger aquellos trenes. Algunos al fondo del bar, sentados en la oscuridad, con la cabeza entre las manos. Otros en su colchón, con las luces apagadas, aunque la ciudad aullase al otro lado de la ventana. Muchos entre nosotros, rodeados por el resto, con los ojos abiertos, la boca torcida y la boca tan seca que ni hablaban. Nadie avisaba. Pero todos sabíamos dónde estaba cada uno y en qué dirección había ido. No preguntábamos. Había noches en la que teníamos suficiente con sostenernos de pie y otras que queríamos correr lejos de nosotros mismos. Hay veces que quieres pelear contra tu propio mundo. Estás dispuesto a batirte. A ganar. A masticar la noche y abrir los ojos con el sol, al salir, con los puños en alto. Para espantar la desesperación con golpes de luz. Otras veces este mundo se quedaba pequeño y lo que se quería era no pisarlo. Entonces desaparecía uno de los muchachos y aparecía dos días después, más flaco, pálido, con los ojos agrietados y húmedos. No lo había conseguido. Claro. Nunca se conseguía. Aquellos viajes duraban apenas horas. Nunca lo suficiente. Pero los muchachos seguían intentándolo.

28.6.10

Olvidad que fuisteis felices

Lo fuimos. Sí. No hace tanto tiempo. Ahí fuera, como ellos. Ahora los miras. El futuro era mañana. El pasado diez minutos atrás. Los relojes los llevaban tus padres cortándoles la circulación de las muñecas. Después supimos que no fue la única parte del cuerpo. Ahí estábamos. En la calle. Siempre en la calle. Buscando los rincones donde las calles dejan de ser calles. La oscuridad que te esconde. La protección frente a las madres que se asomaban a las ventanas para chillarnos. Lo fuimos. No pasó tanto tiempo. Aquella sí era vida. Los muchachos, a veces, lo recordaban. Absurdo, les decía, dejaros atrapar por el fantasma de los recuerdos. Atados a ellos no avanzaréis. La gente que recuerda no tiene mañana. Pero no les importaba. Cada vez que algún niño jugaba ahí fuera salían al umbral y lo veían. ¿Recuerdas?, se decían unos a otros. En aquella época nada nos asustaba que fuese real. Ahora todo lo que de verdad nos asusta sabemos que es real. No lo penséis, dejadlo, no tiene sentido. Perdéis el tiempo recordando. Soltad lastre. Olvidaos ya que fuisteis sólo niños, ni siquiera hombres. Olvidaos de que este mundo no siempre fue una amenaza. Olvidaos de que fuisteis felices.

22.6.10

Haz girar la botella

Ya está. Hasta aquí hemos llegado. El final del camino. El último lingotazo a la botella vacía antes de ponerla sobre el camino y hacerla girar. Donde señale. Allí será. Así lo haremos. Y no volver a mirar atrás. Lo vimos. Lo sabíamos. Lo practicamos. Una encrucijada. Ninguna decisión acertada. Todos los fantasmas aguardando a nuestras espaldas. Y esa humedad en las vértebras cuando sabes que algo saldrá mal y no te importa. Tú y nosotros. Nada más. Nadie más. No esperaremos. Aquí termina todo. Decide. Tú o nosotros. Elige las armas. Estira la mano. Aférrate mientras puedas. Termina la botella. El último trago. Dámela. Así. ¿Lo ves? No preguntes. La haremos girar. Donde señale iremos. No preguntaremos. Es la mejor decisión que podíamos haber tomado. ¿Volver? Sabes que no.

21.6.10

En su habitación

Se encerraba en su habitación para soñar. Y no necesitaba más. Con la radio sonando atronadora y tapando las voces al otro lado. Así, haces bien, muchacha, no puedes escuchar a tu padre. Las fauces húmedas al otro lado del cristal. Las fotos de sus héroes en la pared. Correr a casa cada día. Apagar las luces. Buscar otro mundo dentro de éste. Algo, siempre, brillará en un rincón. Lo sabía. Por eso apenas salía de su refugio. Su guarida. El único lugar en el que podía huir por unas horas. La única estación para desaparecer. El único consuelo para una salvación que, en cualquier momento de la noche, desaparecía cuando aquel tipo abría la puerta. Entonces llegaba la tormenta. Déjalo, chica, no llores más. Déjalo ya. Rompe los muros. Olvida tu habitación. Tendrás que correr más.

14.6.10

Entonces, sólo entonces, sopla

Se filtraba el calor por la ventana. Lenguas de fuego en mitad de la noche. Verano en la maldita ciudad. Y la cama sudando conmigo encima y yo girando. Los ojos abiertos como bolas blancas de billar. La almohada aplastada, a un lado, vencida en la batalla. No puedo dormir. Tampoco ayuda el alcohol de más con los muchachos. Si mis pulmones no quieren respirar que no lo hagan. Al menos que me dejen dormir. Si se para el corazón, que lo haga mientras duermo. No quiero que nadie descubra mi cadáver con los ojos abiertos y el pánico al fondo a la derecha en las pupilas. Otra noche igual. Otra vuelta. La misma habitación. Y tratar de no pensar. Y cerrar los ojos para convencer al cuerpo. Pero las piernas se agitan. Y la memoria se activa y se empeña en recordar todo aquello que quieres olvidar. Como aquel tipo, sin dedos en la mano derecha, levantando su muñón entre los harapos. Como aquella vez, el día antes de morir en aquella escalinata, congelado en mitad del invierno. Como aquel grito que me dio cuando era un niño. Se paró delante. Me señaló con su mano sin dedos. Y chillo: “Cuando el mundo sólo sea ceniza, entonces sopla”.

8.6.10

Todo había pasado ayer mismo

Hay historias que se repiten. Otras que nunca terminan. Lo mismo. Un círculo. Una línea recta. Nunca un final. Como la del aquel tipo, ya sabes, aquella que repetían los muchachos en el bar entre cervezas. Y cómo había salido de allí aquella noche con los pantalones solo y los zapatos en la mano y había regresado, años después, para morir de aquella manera, descalzo. Contaron su historia durante años imaginando dónde se había ocultado aquel tiempo. Nadie supo nada. Nadie se atrevió a preguntar. Ni la policía, cuando entró aquella madrugada en su casa, hizo preguntas. Se había marchado. Ya está. Ya volverá. O la de aquella muchacha, que huyó otra noche, todo pasa siempre de noche, persiguiendo algo que había soñado. Dejó en casa a su marido y a sus dos hijos, se subió en un coche y escribió una carta, desde algún lugar al norte, explicando que se había ido. Los muchachos la recordaban. Todos decían haber leído aquella carta. Ninguno lo había hecho. Pasaron los años y un día, en el mismo bar, entró un grupo de chavales para tomar una cerveza. Los habíamos visto crecer en aquellas calles. Apenas niños dejando de serlo. Nos conocían. Nos miraron, asentimos y entonces pidieron sus bebidas al camarero. Reímos y seguimos a lo nuestro. Pero de fondo, aquel día, cuando aquellos chavales se habían relajado ya tras haber cruzado aquella puerta, pude escuchar que contaban la historia de aquel tipo que había salido a la carrera con los zapatos en la mano. Y la de la mujer que una noche, tras hacer la maleta en silencio durante el día y esconderla bajo la cama durante la cena, había despertado en mitad de la noche para subirse a un coche. Nada había cambiado. Todo había pasado ayer mismo.

6.6.10

Ella no regresó

Cuando regresó no era la misma. Apenas hablaba y bajaba la cabeza pegando la barbilla al pecho. Dos palabras y después se apresuraba a marcharse. Siempre buscaba la salida libre. El hueco por el que escabullirse. Ella, que hablaba a borbotones. Ella, que contaba las mejores historias. Ella, que lo sabía todo. Pocas mujeres había allí con las que tuviésemos una confianza así. Eran sólo palabras. Era nuestra aliada. Jamás ninguno de los muchachos pensó en llevársela a la cama. Sabíamos que ella no. Era diferente. Era la excepción. Ella nos ayudaba. Nos alertaba. Nos contaba todo aquello que sólo ella podía. Recorría las calles hablando con todos. No había nadie así. Ahora regresaba, con la mirada perdida y las manos cruzadas. La saludamos y nos devolvió el saludo, mirándonos furtivamente sin llegar a conocernos. Su padre la llevaba agarrada del brazo por el codo. Vamos a casa, hija, allí estarás bien, lejos de ellos. Él, su padre, fue quien la quiso llevar a aquel hospital. Hoy le habían dado el alta. Hoy volvía a casa. Pero ella no en realidad no regresó.

1.6.10

Olía flores y buscaba el muerto

Ya se estropeará. Ya se torcerá. Ya se hundirá. Aquel tipo era así. No importaba lo que sucediese o de qué se hablase. Siempre respondía lo mismo. Aquel hombre olía flores y enseguida buscaba el muerto alrededor. Lo conocíamos y sabíamos que nunca era agradable hablar con él. Pero le dejábamos acercarse. Llegaba con pies plomizos, arrastrando las suelas, y las manos en los bolsillos. La mirada clavada en las baldosas. Se unía a nuestro grupo con un leve movimiento de barbilla. Los ojos grises. El pelo a un lado, más ayer que mañana. El traje oscuro. No hablaba. Sólo escuchaba. Si los muchachos contaban la historia de una chica sonreía. Ya aprenderéis, les decía; cosa de los años, añadía. Los besos dejarán de ser besos y serán mordiscos. Si recordaban una buena pelea, de esas que se ganan cuando está todo perdido, les recordaba que llegaría el día en que estuviese todo ganado y se perdería. Y así siempre. Y así cada vez que se acercaba, con aquellos sobres lacrados de malas noticias en los bolsillos. Es angustioso, decían los muchachos, tener cerca a un carroñero diciendo que todo, siempre, lo quieras o no, terminará yendo mal. Hay cosas que sabes pero prefieres no recordar. Aquel tipo se empeñaba en hacerlo. Sentimos siempre lástima por él. Nunca se lo dijimos. Ayer murió. Le llevamos flores al velatorio. Tenía razón, el maldito: no importa dónde te escondas, ella te encontrará.

26.5.10

Y nadie le dijo nada

Llevaba un rato ya mascullando. Chillando a veces. Increpando alrededor. Molestando. Intentábamos no hacer caso. Estará borracho, dijimos. Estará loco, pensamos. En la mesa del fondo un hombre bebía solo, con la cara agazapada entre las manos. Sólo en la penumbra. Su penumbra. Aquel otro tipo seguía hablando en voz alta, lamentándose y lanzando palabras alrededor. Las mujeres están mejor todas muertas, dijo, de repente, cuando pasó frente a él una muchacha. Y el hombre del fondo, ni lo vimos, como un maldito rayo, saltó a su mesa y lo derribó. Clavó las rodillas sobre su pecho en el suelo y le agarro el cuello con ambas manos. Intentamos quitarlo de allí, pero aquel tipo no reaccionaba. No lo soltó hasta que dejó de respirar. No pudimos soltarlo. No supimos hacerlo. Tal vez no quisimos. Esta mañana ha muerto mi mujer, nos dijo, mientras se levantaba. Estaba en calma. Los ojos vidriosos. Las manos temblando del esfuerzo. Se acercó a su mesa, recogió su chaqueta del respaldo de la silla y se marchó, andando despacio, my despacio, por aquel bar silencioso. Con los hombros y la cara caídos. Y nadie le dijo nada.

23.5.10

No soy exigente

Lo repetía. Exactamente igual. El mismo tono. La misma seguridad. La misma sencillez. Todo igual. Los muchachos aplaudían. Una imitación genial, decían. De vez en cuando, en el bar, después de unas cuantas cervezas, alguno me pedía que lo dijese. Yo dejaba mi silla, me levantaba y caminando hacia la puerta pronunciaba aquellas palabras. Todos reían. Con eso bastaba. Después trataban de repetirlo. Ya no era lo mismo. Lo ensayé, frente al espejo, muchas noches, solo, cuando la luz no existe y los fantasmas habitan las sombras. Una y otra vez. Pero no era una imitación. No imitaba a nadie. Sólo repetía algo que desde que lo escuché había creído. No soy exigente. Me basta con una muchacha que tenga talento, sea bonita, muy cariñosa, amable, elegante, encantadora y libre. Los muchachos se quedaron con la pose. Yo con el mensaje.

18.5.10

Arde Valhalla

Mujer, ¿sabes? Soñé que ya llegaba.
Tenía miedo. No debería. Pero soñé que luchaba en un prado
Y que me atravesaba una espada
Y yo caía con los ojos en los nubes,
sin soltar mi empuñadora,
pero entonces tenía miedo.
Mujer, ¿sabes? No se lo cuentes a nadie
He pasado miedo y sólo ha sido un sueño.
He visto muchos hombres morir allí en los campos
y algunos juraría que tenían el miedo en los ojos.
Mujer, ¿sabes? Cualquier día, ya soy viejo, llegarán espadas más rápidas que la mía
y entonces seré yo quien se recueste en la hierba y mire al sol a los ojos.
Sé que los otros están allí. Ya cruzaron las puertas. Ya celebraron su banquete.
Sé que allí seremos felices porque nos lo prometieron.
Después de tantos años de guerra sólo nos queda ser felices.
Pero, ¿sabes, mujer? Ahora mientras dormía he despertado de golpe pensando
que todo aquello que creía no era más que un cuento de mercader,
otra historia traída del sur,
y que cuando me llegue el momento
encontraré las puertas del Valhalla cerradas y un cartel
que dirá que aquello nunca estuvo abierto.
¿Qué haré entonces, mujer? ¿Volver?
¿Sabes, mujer? Mejor no se lo cuentes a nadie.
Dejaremos que lo descubran ellos mismos.

10.5.10

Yo no moriré

Tumbado boca arriba. Quieto. Las piernas estiradas. Cada vez me muevo menos en la cama. Cuando duermo, claro. Los muchachos se reían cuando se lo contaba. Como un muerto. Con los brazos sobre el colchón pegados al cuerpo. Incapaz, no sé por qué, de posarlos sobre el pecho, cruzados. Incapaz de reposar las manos sobre el tronco. Siento el corazón latir bajo las palmas y el cuerpo me devuelve escalofríos. Mi cabeza se lanza a pensar. ¿Y si se para? ¿Y si deja de latir? Siempre lo mismo. Cualquier latido en mis manos me obliga a retirarlas. No quiero sentir mi propio corazón. Cuántos latidos son normales. Cómo deben ser. Qué intensidad. Qué fuerza. El día que el motor se ralentice sé que la función habrá terminado. Prefiero no pensar en ello. No podría. A los muchachos no se lo digo, pero tengo un miedo atroz a que me visite esa dama de negro con la que no quiero bailar. Me despierto en mitad de la noche pensando en ella. Hoy aquí y mañana nada. Y así todos. Prefiero reírme de la muerte con los muchachos en el bar. Aunque por la noche llore en casa. Y nunca sentir mi corazón latiendo en las manos. Dormir como un muerto. Tiene gracia, maldita sea. Como si me estuviese entrenando para una carrera en la que no quiero participar.

6.5.10

¿Estabas allí?

¿Estabas allí? ¿De verdad? ¿Me viste? Aquel sitio no era para mí. Ya me conoces. Podías haberme dicho algo. No te vi. Prometo que no te vi. Si no me hubiera acercado. No ha pasado tanto tiempo. Las heridas no están curadas. Pero al menos me hubiera acercado. Te hubiera preguntado qué tal estás, cómo marcha todo. Te hubiera dicho que espero que te vaya todo bien. No te voy a mentir. No sé si lo mereces. No hubiera dicho dicho eso. Pero sí que te vaya bien. Me conoces. Sabes que de verdad lo deseo. Pero no te vi. Si estabas allí y me viste no entiendo por qué no me dijiste nada. Debiste ocultarte para no verme. Esconderte. No estuve mucho tiempo. No estaba cómodo. Ya sabes cómo soy. Aquella gente, aquella música, aquel lugar. Todo aquello estaba muy lejos de mi mundo. Perdido. Tuve que ir y por eso fui. Ya lo viste. Por eso debiste haberme dicho algo. Ha pasado bastante tiempo. Aunque no lo creas. Aquello que pasó dolió, sí. Pero ya no existe. Yo lo dejé atrás. Todo lo dejé atrás. Ya te lo habrán contado. He preguntado por ti. Sé cómo te ha ido. Lo sé todo. También se aquello que pasó. Lo sentí. Juro que lo sentí. Pero también me contaron que lo superaste y que ahora estás bien. Te lo hubiera dicho si te hubieras cercado. ¿Estabas allí? No entiendo cómo pudiste pasar sin decirme nada. Yo no te vi. Hubiéramos hablado. Sabes que quiero que te vaya bien. Sabes que aún puedes contar conmigo. Aunque aquel día, después de aquel beso, en aquel lugar, te dijese adiós, sabes que puedes contar conmigo. Debiste haberme saludado. Sólo así se cierran algunas heridas. Te lo digo porque lo he vivido.

3.5.10

No éramos héroes

Capaz de todo. O casi todo. Nunca había hombres demasiado grandes ni demasiado fuertes. Nunca había mujeres inalcanzables. Nunca había nada contra lo que no pudiésemos hacer algo. Cualquiera de los muchachos podía silbar y sabía que allí nos tendría. Siempre dispuestos. Siempre a su lado. Así éramos. La muerte pasó muchas veces a nuestro lado rozándonos las faldas de los abrigos. Supimos esquivarla. Eso pensábamos. Nunca logrará abrazarnos. Esa mujer no. Reíamos en el bar convencidos de ello hasta que la noche nos engullía, a esa hora en la que el resto de los hombres sólo lloran. Éramos diferentes. Fuertes como barcos y únicos como nosotros. Nadie como nosotros, nos decíamos. Dispuestos a salir. Siempre listos para la acción. Apenas alguien tenía que llamarnos y allí estaríamos. Los muchachos y yo. Cualquiera que nos necesitase. Cualquier que quisiera encontrarnos allí nos tenía. No importaba para qué. Éramos capaces de todo. Nunca hubo nada imposible. Nada que nos asustase. Nada que pudiera acabar con nosotros. Por eso aquella madrugada no reímos. Alguno incluso lloró. No es fácil descubrir que uno no es el héroe que creía ser.

26.4.10

Vuelvo a las calles

He tardado en recuperarme. Las heridas físicas se curan pronto. Cicatrizan y punto. Después muestras las cicatrices. Son el cuaderno de bitácora de este viaje. La única conciencia que en ocasiones queda. Para algunos, su último reducto de moral. Para mí son un álbum de fotos. También para los muchachos. Una cicatriz es un libro. Sólo hay que saber leerlas. Pero las otras heridas no curan tan pronto. Lo sabíamos bien. Esas siguen sangrando por dentro. Aunque los huesos se suelden los nervios te dicen que no está todo bien. Sales entonces a la calle mirando a ambos lados. Nervioso. Temblando. Hasta que no te rodean los muchachos no estás en casa, no estás seguro. Temes las sombras de los objetos, la llegada de la noche, las palabras que se escuchan a lo lejos. Son heridas para las que no existe tratamiento. No hay puntos de sutura para cerrar ciertos cortes. A todos nos ha pasado. A todos nos pasa. Esas heridas nunca se cierran del todo. Cada cierto tiempo, sin previo aviso, vuelven a sangrar. Y un día cualquiera sales a la calle y corres para llegar donde están los tuyos. Corres empujado por todos sus fantasmas, que te persiguen e intentan no dejarte respirar. A mí me pasa. Después de aquello me rehice. Pensé que ya estaba. Sólo quedan algunos rastros en mi cuerpo. Nada que me vaya a matar. Vuelvo a las calles, me dije. Así he salido. Los muchachos se alegran de verme. Pero sus ojos dicen todo lo contrario. Me han visto llegar sin poder respirar. No puedo engañarlos.

21.4.10

No hay límites

¿Había un límite? Nunca nos lo dijeron. Por eso no queríamos parar. Lo peor que te pueden decir es que hay un punto a partir del cual no puedes seguir. Entonces no avanzas. Sabes que llegarás a un muro y chocarás. Sabes que aunque quieras no podrás continuar. Te bloquea y te rinde. Bajas el ritmo, la velocidad, te detienes. Y entonces desapareces. Así era siempre. Todo igual. A todos nos ponen esos límites desde que nacemos. En cada momento. Siempre hay alguien a quien le dijeron que esos límites existían que se empeñará en hacerte saber que esos límites siguen existiendo. Con nosotros fue igual. Durante mucho tiempo nos contaron que la barrera está ahí, esperando a que quisiéramos atravesarla. Ya lo comprobaréis, ya, nos decían altivos, seguros, resignados. Aprendimos que había límites. Hasta que aprendimos también que no debíamos escuchar a aquellas personas. Entonces descubrimos que al final del camino siempre hay más camino. Que el muro somos nosotros mismos. Que las fronteras eran un invento del Gobierno. Dejamos de escuchar y no paramos. Así seguimos. Sin aquellas personas no hubiéramos aprendido que realmente no existen esos límites. Por eso preferimos pensar que nunca nos lo dijeron.

15.4.10

Qué rápido era el maldito

Nunca me habían golpeado así. Ni lo vi venir. Todo era normal. Como siempre. Un baile de pies. Un cruce de ladridos. Medirnos las distancias. A veces todo quedaba ahí. Llega alguien y te aleja de aquello y al otro también. La nube se disipa. Aquella vez no. Bailamos. En círculos. Mis ojos sobre los suyos. Pasos lentos. Como astronautas en el espacio. Así deben sentirse. Los puños se abren y se cierran. Los antebrazos tensos. Respiras rápido. Te tiemblan ligeramente las piernas. Pero los pies se deslizan firmes. No sabes cómo empieza, no sabes cuándo acaba. Son señales. Siempre las hay. Te dicen que comenzará la función en pocos segundos o que al final no habrá espectáculo. Aquel día no. Allí estábamos, frente a frente. Y no lo vi venir. Fue un golpe directo al occipital derecho. Uno de esos que convierten tu cabeza en una coctelera. Tu cerebro es hielo picado. Caí al suelo. He despertado hoy. Una semana después. Disculpad el retraso. Vuelvo a la carga. El próximo día yo quedaré de pie. Qué rápido era el maldito.

31.3.10

Y se marchó

Nunca supimos bien por qué lo hizo. No había pasado nada antes. Nada diferente de lo que pasaba siempre. Sólo llegó y lo dijo y lo hizo. Y no preguntamos. No era asunto nuestro. Después de tantos años pensé que había llegado su momento. Con eso teníamos suficiente. No era la primera vez que sucedía. Aunque siempre pasaba algo antes que lo cambiaba todo. Podía ser una mujer, un juez. Podían ser muchas cosas. Aunque siempre era una mujer o un juez. En aquella ocasión no sabíamos que existiese ninguna mujer. Tampoco lo perseguía ningún juez. Pero no dio una explicación. Estábamos todos. Como cualquier otro día. Juntos. Hablando. Riendo. Como cualquier otro día. Una noche más. Y él con nosotros. Y él hablando y riendo con nosotros. Ninguno lo supimos antes. Lo comentamos cuando ya había pasado y nadie sabía nada. Tampoco lo intuimos. Pero así fue. Las cosas a veces suceden y no hay que buscarles explicación. Por eso sabemos que no nos la dio. Aquel día era un día normal. Otro más. Estábamos todos. Y entonces lo dijo: me marcho. Y lo hizo. Nunca supimos por qué. No había pasado nada antes.

27.3.10

Sacarte a bailar

He visto tu vestido azul surcar la sala. Llevo toda la noche mirándote. Sé que tú también a mí. Aunque te ocultes tras esas dos amigas. De reojo. Se han cruzado nuestras miradas y has bajado la vista. Pero ahí estaban tus ojos, frente a los míos. Menos de un segundo. Suficiente. Sabes que lo sé. Nos separa sólo esta enorme sala y un montón de gente. Unos metros. Diez pasos. Quizá más. Los muchachos me hablan pero no los escucho. Río o asiento. Nada más. No estoy atento a lo que dicen. Sigues allí, al otro lado, con las tuyas. Te miro. Yo no bajo la vista. Mantenla, vamos, mantenla. Hazlo. Que nuestros ojos se encuentren. Que me digan algo los tuyos. Vamos, una vez sólo. No hace falta nada más. Demuéstrame que sabes algo más aparte de que te estoy mirando. Mírame sin bajar la vista y cruzaré la sala para sacarte a bailar.

23.3.10

Adiós, relojes

Contaban los años por cadáveres; los inviernos por amores rotos. Cada cosa duraba lo que debía durar. Ni un minuto más. El tiempo era un concepto que se manejaba según cómo soplase el viento. No importaba. Era otro sistema de medición. Otra forma de entenderlo. Los muchachos olvidaron pronto que el pasado es un lugar en el que siempre te has dejado algo olvidado que no te quitas de la cabeza. Sólo así podían seguir. Sólo de aquella manera no pasaban los años, sino que no pasaba nada. Los relojes, lo sabíamos, son grilletes con agujas que se mueven. Un baile obligatorio para todos en el que sólo suena una canción y siempre es la misma. El tiempo es lo que queremos que sea. Nosotros pondremos el calendario y diremos que ha llegado la hora de hacer algo o no hacerlo. Nadie más. Sólo entonces, sabíamos, podremos mirar hacia atrás sin temor a ver que no hemos avanzado. Algunas veces es mejor quedarse quieto. Sólo hay que saber cuándo ha llegado ese momento.

18.3.10

Dame la mano

Dame la mano. No temas. Sólo dámela. Cierra los ojos si quieres. Estira el brazo y dame la mano. Así, con fuerza. Vamos, puedes hacerlo. Sé lo que sientes. Sólo hay oscuridad. He estado donde tú estás. También tuve a alguien enfrente. De verdad, sé lo que estás pensando. Lo he sentido. No es fácil. Miras abajo y sólo ves ese enorme agujero que te engulle y que sabes que te engullirá. No hay salida, lo sé. No las ves. No la encuentras. Nadie te dice que existe. Por eso se apaga la luz. Sé lo que sientes. Yo también lo pensé. Dame la mano. Hazlo. No lo pienses. Hazlo si quieres, pero no tiene otra opción. Ésta, sí, es tu última oportunidad. No tienes nada que perder. No tienes nada que temer. No hay nada más abajo. A partir de ahora habrá luz. Más oscuridad es imposible. Piénsalo si quieres. Pero no tardes. Estira el brazo. Dame la manos. Agárrate con fuerza. Trenza tus dedos con los míos. Esto es lo único que te queda. Dame la mano. Vamos. Así, bien, hazlo. Aprieta fuerte. Ya está. Ahora mírame a los ojos. Hazlo. No te dejaré caer.

13.3.10

La maleta es un bolsillo

En un puño cabía todo lo que necesitábamos en aquel momento. Todo lo que poseíamos. Todo lo que no llevábamos ya puesto. Así podíamos salir en cualquier momento sin dejar nada atrás. No os preocupéis, muchachos, por la maleta. Un bolsillo. Con eso basta. El tabaco, dos billetes y las llaves de nada. Y correr. Si te dejas atrapar por los objetos y las personas nunca serás libre. Lo aprendimos. Lo entendimos. Corta las sogas que te unen. Despídete de la familia. Que no te atrape esa chica. Y no poseas nada que no pudieras ver arder tranquilamente en un incendio desde la acera de enfrente. Si no estarás atado a los recuerdos y los presentes. No nos lo podemos permitir. No. Si queremos llegar donde necesitamos ir sólo podemos hacerlo sin anclas, habiendo soltado todos los lastres, sin grilletes en los tobillos. No es sencillo. Abre la mano y mira lo que cabe dentro. Más allá de ahí cualquier cosa que añadas te hará ir más despacio. Cuanto más tengas más tardarás en salir. Cuanto más tardes en salir significará que nunca lo harás. Ponte el sombrero. Guarda tu mundo en un bolsillo. Y entonces echa a correr.

10.3.10

A punto de rendirme

Estoy cansado. Harto de últimas oportunidades. Casi rendido. A punto de hacerlo. Cada día me alimento peor. No se despega el sabor a ginebra de la lengua. Son malos tiempos. Lo saben los muchachos. Épocas que se atragantan y te atraviesan y nada puedes hacer. Sólo resistir. Un día. Y otro. Pero agota. Date una nueva oportunidad, no te dejes caer, me digo. Difícil conseguirlo. Ni con su ánimo ni con su compañía alrededor se disipan estos malos augurios de que todo siempre puede ir peor. Lo sé. Lo saben. Y otra mañana igual. Y la misma noche. Y entre medias un largo día, otra estación vacía, otro giro a la llave equivocada. Estoy cansado. Es lo que hay. A punto de rendirme. No lo hagas, insisten los muchachos. Contigo caeríamos todos, suplican. Y lo sé. Y lo saben. Pero es lo que hay. Es una mala racha y punto. No le deis más vueltas. Mañana será otro día, quizá. Tarde o temprano volverá todo a ser igual. Eso es lo malo. A estas alturas, les digo, entre tragos, se trata de que no vuelva nada a ser lo mismo. Romper el círculo. Escapar. Y todos asienten. Pero ninguno sabemos cómo conseguirlo. Así seguimos. A punto de rendirnos. Aunque nunca lo haremos.

8.3.10

Yo quería ser ellos

Me pasa siempre, maldita sea, y nunca sé cómo evitarlo. Salgo del cine hipnotizado, callado, sin querer hablar con nadie ni mirar a nadie. Por eso prefiero ir solo a hacerlo con los muchachos. No quiero que nadie me saque de ese mundo en el que entro tras hora y media de sesión. Estoy allí, en la pantalla, todavía cuando salgo. Imaginando que soy el protagonista, sea quien sea. Ese galán que las besa mientras cierran los ojos y las acaricia las mejillas hasta que se derriten y le dan la vida. O ese bebedor, perdedor empedernido, que canta por no llorar, y que se retuerce en madrugadas extremas, pero con estilo, siempre con estilo, siempre malditamente bello, salvaje y puro. Me veo en todos ellos y no soy ninguno. Pero durante hora y media me engaño. Y después, cuando salgo, todavía andando como los astronautas, sin gravedad, a pasos que flotan. Aún estoy allí, aún soy ellos. Siempre quiero ser como ellos. Escapar de esta realidad, por fin, para llegar a la otra. Aunque se retuerzan las madrugadas entre vasos de bourbon. También aquí lo hacen, pero todo es más sórdido, más triste, más real. Por eso quiero ir al cine solo. Y que nadie me interrumpa cuando esté en ese otro mundo. Y que nadie me recuerde que aquello es sólo una película. Y que nadie me hable para despertarme. La verdadera huida, aunque sea falsa, aunque me engañe, aunque dure apenas media hora más que la película, no admite compañeros de viaje. Lo sé. Nunca se lo diré a los muchachos, por supuesto.

5.3.10

Las manos temblando

Extiende las manos. Con las palmas abiertas. Las dos a la misma altura. ¿Lo ves? Tiemblan. No las apartes. Déjalas. Las palmas hacia abajo. ¿Lo ves ahora? No, no es porque yo las esté mirando. Lo sabes. ¿Por qué dices eso? No es la primera vez. Te sucede desde hace tiempo. Ya me había dado cuenta. No te quise decir nada. ¿Desde cuándo estás así? ¿Por qué no dijiste nada? ¿Creíste de verdad que podrías ocultarlo? Esto no se tapa con una venda. Así no puede ser. ¿Lo ves? No han parado de temblar desde que las has extendido. Y ahora qué vamos a hacer, muchacho. ¿Por qué no me dijiste nada antes? No, no sé que hubiéramos podido hacer, pero algo seguro que se nos habría ocurrido. ¿Cuánto tiempo hemos dejado escapar? Quizá demasiado. Déjame pensar. Maldita sea. No sé qué hacer. Mierda. ¿Lo ves? No las quites. Déjalas temblar. Ya es demasiado tarde para taparlo. Ya no puedes. ¿No comprendes que se ve? ¿No entiendes que lo había visto hace tiempo pero que no quise decir nada? Pensé que sería una mala racha. Algo que estuvieses tomando. Ya sabes, después de aquello sé que lo pasaste mal. No me quise meter. Debí haberlo hecho. Es culpa mía. Y ahora seguramente ya sea tarde. Deja las manos extendidas. Con las palmas abiertas. ¿Lo ves? Esto siempre significa algo. Las manos son el maldito espejo del alma, chaval. ¿Ves como tiemblan? Eso significa que ya no puedes boxear.

3.3.10

Su aroma, y pensar que fuese el mío

Aquella muchacha. Sí, era aquella muchacha. Si estaba allí lo sabía. Sólo con entrar a cualquier sitio su olor se me metía en la vértebras. Hay detalles evocadores. Siempre los hubo. Sensaciones que son como un buen viaje y, de pronto, te llevan a otro sitio lejos del que estás. Ese lugar al que siempre habías querido ir y al que nunca habías sabido llegar. Aquella muchacha era así. Lo sabía sólo con cruzar la puerta. Aquel aroma se me metía en los empastes y me empastaba el cerebro. Ya no podía pensar en nada más. Buceaba entre aquella neblina, sin querer respirar de nuevo nada más. Con eso tenía suficiente para soñar durante horas. Hasta que se empezase a disipar el recuerdo y necesitase una nueva bocanada. Con eso tenía. No se lo conté a los muchachos, desde luego. Se hubieran reído de mí. A aquellas alturas naufragar por el aroma de una mujer que no te hace caso hubiera sido un síntoma de debilidad difícil de explicar, imposible de comprender. Más aún si eres parte de un castillo de naipes en el que el as de picas vale tanto como un cuatro de tréboles. Pero aquella muchacha, así os lo digo, me hechizaba y no encontraba yo antídoto más allá de respirar fuerte, más profundo cada vez, para que jamás se me olvidase a qué huelen los sueños imposibles, las mujeres inalcanzables, aquello, imagino, que algunos llamaban felicidad. Otra vida, vamos. La victoria. No sé. Ella, sólo, quizá. Su aroma. Y pensar que fuese el mío.

2.3.10

No era sólo viento

Dicen que una señora se fue volando. Intentó agarrarse a una farola pero llegó tarde. La han visto pasar por la zona este, encima de los tejados. Aún chillaba. Soplaba el viento, sí. Ráfagas tremendas. Pero no creímos aquella historia que circulaba por el barrio. Estas historias siempre son la misma. Una señora tropieza en una esquina, lo ve alguien y lo cuenta y para cuando te llega a ti, a tres barrios de allí, la señora aún sobrevuela las azoteas. Por supuesto, nosotros también lo comentamos en el bar. A fin de cuentas fuera el viento arrastraba contenedores de basura y nadie se atrevía a salir. La ciudad era una lluvia de sobreros dispuestos a golpearte duro si te descuidabas. Allí dentro lo escuchábamos, al margen de todo, como quien oye caer morteros desde una trinchera sin agujeros, sin mapas. Uno de los muchachos contó la historia de la señora que volaba. No la cambió. No lo necesitaba. Ya vendría otro después para hacerla aterrizar o para llevarla a otra ciudad. Así pasamos el rato aquel día, mirando a través del cristal aquella calle que limpiaba el viento. Aquello era bueno. Aquello sólo podía significar algo bueno. Si llega un huracán y arrolla a su paso quizá se lleve también todos esos obstáculos que con los años se fueron quedando anclados en el barrio. El miedo, la desesperanza, las certezas. Por eso veíamos aquel viento pasar al otro lado del bar como un exorcismo. Era sólo viento. Lo sabíamos. Pero si se había llevado a aquella señora de allí, también quizá pudiera sacarnos a nosotros de aquí.

28.2.10

La guerra ha comenzado

Vino corriendo calle abajo. Sin aliento. Algo traía en las manos. Desde aquí no podía saber qué era. Al final llegó. Se dobló y se apoyó sobre sus piernas y respiro hondo. Muchas veces. No tenía voz aún. Su cuerpo se sacudía por el esfuerzo. Poco a poco recuperó el color y fue enderezándose. Tenía un periódico en la mano. Nos miró. Intentó hablar pero volvió a toser, una y otra vez. Lo mirábamos sin decir nada. Sólo esperando que pudiera contarnos aquello que quería contarnos. Venía corriendo desde la otra punta de la ciudad. Sudaba y le temblaban las piernas. Le daríamos tiempo, por supuesto, hasta que su cuerpo le dejase hablar de nuevo. Nos miró, asustado, mientras tosía una vez más. E intentó hablar de nuevo. No podía. Nos tendió el periódico, doblado. Cuando lo abrimos lo vimos: la guerra había comenzado. Ninguno dijimos nada.

25.2.10

Esta tierra ya no es nuestra

Se equivocaron nuestros padres. Como se habían equivocado los suyos. Y así para atrás. Podéis retroceder dónde queráis, hasta el momento preciso en el que todo se convirtió en mentira. No sé cuándo fue. Pero tuvo que existir. Desde entonces dejó de ser cierto. Lo que pisaban no les pertenecía ni les pertenecería. Trabajar allí era vivir aferrado a la mentira. Lo sabían. Estoy seguro de que lo sabían. Pero aún se empeñaron en decirnos lo mismo que les habían dicho sus padres. También ellos supieron que era mentira. Lo sé. Nadie puede vivir creyendo algo así tanto tiempo. Pero lo hicieron. Quizá tuvieron suficiente con eso para resistir. Quizá pensaron que sin aquello todo sería mucho duro. Eso si es que las cosas pueden llegar a ser mucho más duras. A mí las palabras me resuelven poco en ciertos momentos. Nunca soporté a los charlatanes y a los predicadores. No dejaría, no, que mis padres fuesen como ellos. Pensaría que les engañaron sus padres, y a ellos a su vez los suyos, y así hasta el momento en que la verdad desapareció y la mentira se convirtió en la única verdad que llevarse a las manos. No, yo lo sé, nunca más se lo diré a nadie. Hasta aquí ha llegado. Esta tierra no es mía. Esta tierra nunca será nuestra.

23.2.10

Posando para él

No nos veía. Desde su sótano sólo conocía los tobillos de la ciudad. Pero allá abajo era capaz de bailar con el demonio. Nosotros sí le veíamos. Aquel ventanuco nos dejaba ser espectadores de su delirio. Callados. Ausentes. Nos arrodillábamos y nos escondíamos para que no nos descubriese. Con cuidado para no robarle aquel rayo de sol que se colaba. Apenas una gota de luz. Suficiente para verlo allí, solo. Enfrente una tela blanca. Latas de pintura. Y sus manos. Nada más. Y girar. Y salpicar. Y arrastrar las palmas por la tela. Y la cara manchada. Y los pies chapoteando. Y un torbellino de grises y algún azul y amarillo. Y, de pronto, todo negro. Exhausto. Rendido. Fumando al tiempo que danzaba. El pitillo manchado. Rojo. Luego verde. Y otra vez. Las manos en las latas. Las manos en la tela. La pintura en las paredes. Y aquellos ojos, que miraban sin ver, en otro sitio, lejos de aquel sótano desde que el podía verle los tobillos a la ciudad y nada más. Nunca lo vimos. Pero siempre supimos que entre las sombras estaba el demonio posando para él.

19.2.10

Los colmillos del diablo

Cualquier noche, sin aviso, se puede torcer. Siempre. Es una regla no escrita que todos conocíamos. Pero había lugares en los que no queríamos terminar aquellas noches. Agujeros en los que no debíamos entrar. Gente que no era gente. Otro mundo. Los muchachos y yo lo sabíamos, sí, pero no importa. Acabamos allí muchas madrugadas, escapando de nosotros, huyendo sin poder hacerlo, espantando sombras con las manos y los puños cerrados. Nunca puedes tumbar a tu propia sombra. Lo saben los boxeadores. Por eso bailan con ellas. Nosotros acabábamos las noches en aquellos lugares donde, de verdad, jamás debimos entrar. No importa. Está hecho. Fuimos porque quisimos. Nadie nos obligó. Supimos siempre que no debíamos hacerlo. Aquellos lugares no. Aquello no nos sacaría de donde queríamos salir. Pero los muchachos saben que las malditas noches se tuercen y que no hay remedio. Nunca se dan pasos atrás. Jamás. Aunque seguir adelante fuese acabar aquellos días de aquella manera. Cualquier noche podía pasar. Se torcía y terminabas viéndole los colmillos al diablo.

16.2.10

Su hijo

Apenas podíamos creerlo. Aquello no era cierto. No podía pasar. Maldita vida. Algunas personas parece que encuentran todas las grietas del suelo y que siempre meten dentro los pies. No le podía pasar a él. Aquello no. El día que nos lo contó era el hombre más feliz del planeta. Y feliz era una palabra que, de verdad, no salía mucho en nuestras conversaciones. Habló de dejar todo aquello. De trabajar, sí, trabajar duro. De buscar un piso y crecer. De estar a su lado, por fin, una mujer con la que quedarse. De pensar en futuro, de olvidar el pasado, de hablar en presente. Uno de nuestros muchachos. Era uno de nuestros muchachos. Y fue una sorpresa. Ni siquiera sabíamos que llevaba un año con aquella chica, que la que besaba cuando se despedía de nosotros, que la quería. Lo mantuvo en secreto. Hay cosas, nos dijo, lo siento, que no sé por dónde irán y no puedo compartirlas. Le entendimos. Si la mala suerte se contagia, muchacho, mantente lejos de la mala suerte. Aquel día era el hombre que más brillaba en el mundo, y brillar era un verbo que sólo conocíamos de los neones. Por eso cuando nos enteramos no pudimos hablar. Aquella chica había perdido el bebé. Nos lo contó él mientras lo rodeábamos. Sin hablar. Si llevas la mala suerte en los bolsillos no importa que laves los pantalones. Siempre hay otra grieta donde meter los pies. Bebimos, claro, aquella noche que nos lo contó. En silencio. No podíamos hacer otra cosa. Adiós, vida cruel. Maldita mala suerte. A mis muchachos no. Hay dioses puñeteros que se empeñan en hacerles la vida imposible a algunos hombres buenos que aún creen en ellos. Que vengan y me lo digan a la cara.

15.2.10

Más lluvia

Llevaba lloviendo más de dos semanas. Sin parar. Teníamos la humedad metida en los huesos. Los zapatos siempre mojados. El pelo imposible. Cada vez que nos quitábamos los abrigos brillaban y salpicaban. Aquello parecía una maldición. Una profecía húmeda. Una mala racha de nubes oscuras y días más grises. Desde luego, nada esperanzador para un lugar en el que cualquier rayo de sol era una buena noticia, uno de los pocos motivos para alegrarse. En aquellas semanas el barrio se calló. Los hombres volvían del trabajo con sus sombreros calados viendo caer agua ante sus ojos. Solos. Más solos que nunca. Los niños no jugaban en la calle. Sólo había charcos que atravesaban los coches rápidamente salpicando y formando más charcos. Aquellas dos semanas el cielo caía sobre nosotros y ninguno de los muchachos contaba buenas historias. Sólo bebíamos en silencio viendo diluviar al otro lado de los cristales. Otro día, otra tormenta, otra vida. Por eso no nos extrañó ver aquel coche de la policía y aquel furgón negro a la puerta de aquel portal. Sabíamos que algo así pasaría. Tenía un revolver. Una bala. No necesitaba más. Se cansó de ver llover, contó uno de los muchachos. Ya estaba cansado de antes, respondimos todos. Bebimos. La lluvia no podía traer nada bueno. Todos lo sabíamos. Todos lo supimos.

14.2.10

Cualquiera pudo hacerlo

Cualquiera lo ha podido hacer. Cualquiera. Lo sabe usted bien. ¿Por qué vienen siempre a por nosotros? ¿Qué buscan? ¿Por qué necesitan complicarnos más las cosas? ¿No está todo bastante jodido ya? ¿No es todo ya suficientemente complicado? Sabe que cualquiera ha podido hacerlo. No es tan difícil. Ni siquiera hay que pensarlo mucho. Sólo hay que atreverse. Y eso puede hacerlo cualquiera, y lo sabe. La desesperación es así. Te empuja. Se come el miedo. Engulle la razón. Mire a su alrededor. ¿Sólo nosotros podíamos hacerlo? ¿Por qué ha venido directamente a por los muchachos? Sabe que son buenos tipos. Controlan su desesperación. No han sido ellos. Debería saberlo. Lo sabe. Pero prefiere venir a por nosotros. ¿Le divierte? ¿Qué busca? Cualquiera lo ha podido hacer. Lo sabe usted bien, agente.

11.2.10

Cierra la boca, chaval

Esas son las cosas que nunca debes preguntar. Apréndelo, chaval. Pero apréndelo rápido. Aquí no hay segundas oportunidades. Aquí no hay margen. Lo que digas estará dicho. No puedes echarte atrás. ¿Cómo puedes saber lo que puedes decir? No hay un manual, chico. No te lo puedo explicar todo. Tienes que descubrirlo tú. Lo aprenderás, no te preocupes. Pero antes de abrir la boca respira una vez más. Y si hablas debes estar seguro de qué carajo vas a decir y de qué puede pasar. Si no estarás perdido. Es así. Eso es lo único que te puedo decir. No me pidas consejos. No te los daré. No tengo ninguno. No soy tu padre, muchacho. No te trataré como a un hijo. Sólo te diré que mejor aprietes los dientes. Así sabrás que no hablas. Hay hombres que no te van a perdonar algunas palabras. Sí, no perdonarán. Esto que acabas de decir, por ejemplo, no lo vuelvas a preguntar. No preguntes por qué. Simplemente, chico, no lo vuelvas a preguntar. Eso es todo. Piensa y luego actúa. ¿Conoces a muchos tipos que hablen sin parar? ¿No, verdad? Aquí no existen esos hombres. Ahora pregúntate por qué no existen. Y, de verdad, chico, no preguntes nunca a nadie otra vez si tiene miedo. Trágate tus putas preguntas.

10.2.10

Los tacones de la botas

No me gustaba el country. Esa música para golpear el tacón de las botas contra el suelo y levantar polvo. No. Aquello no era lo mío. Cualquier canción que agitase demasiado la cerveza no podía ser buena. Pero aquellos señores reconozco que cantaban endiabladamente bien. Con sus camisas de cuadros y sus armónicas y sus botas que no levantaban polvo. Menos uno. Un hombre con chaleco negro y camisa negra que cantaba cerrando los ojos. Sus botas estaban tan viejas que hubiera caminado descalzo más cómodo. Cantaban a LAS mujeres de sus pueblos que bailaban y besaban como si no existiese el pecado del que hablaban en la iglesia. Mujeres capaces de desabrochaR los botones de una camisa con sólo una caricia. Mujeres, vamos, como las que los muchachos soñaban encontrar una noche cualquiera en el bar junto a la máquina de discos. Dos cervezas, una última canción, golpea el tacón de las botas y a casa, mujer, vamos ya para casa que se nos está haciendo tarde. Lo cantaban y lo contaban. Aquello era cierto. Aquellas historias eran reales, sí, lo sabíamos. Por eso nunca mencionaban el nombre de sus pueblos. Sin nombre no hay mapa en el que buscar. Sin mapa no hay mujeres para salir a bailar. Para encontrar ese lugar hay que desgastar mucho las botas.

9.2.10

Sólo ellas me intimidan

Allí estaban, en corro, en las escaleras de aquel portal. Todas hablando a la vez. Todas riendo juntas. Todas, sí, todas. Pasaban las tardes contando historias de besos antiguos y de sueños con familia y televisores frente al sofá. Compartían sus cigarrillos y las envolvía una nube de humo que no se disipaba hasta que se despedían. La calle era suya. Sólo si iba con alguno de los muchachos me atrevía a pasar por delante. Aquella acera era uno de los lugares más incómodos del planeta. Puedo prometer que así era. Sólo me intimidaban. Cruzaba, sí, claro, porque había que cruzar. Pero lo hacía rápido. Inseguro. Sabía que en cuanto pasase a su lado callarían y mirarían todas. Giraría levemente la cabeza y diría "buenas tardes, chicas, cómo va todo". Y después seguiría, sin bajar el ritmo, sin esperar respuesta. Mejor no pararse. Mejor pasar aquello cuanto antes. Porque en cuanto hubiese pasado ante su mirada todas empezarían a susurrar. Maldita sea, los susurros de aquellas mujeres se me metían entre las vértebras. Me producían escalofríos. ¿Qué diablos estarían diciéndose? Siempre me sentí desnudo, indefenso, inútil cuando pasé a su lado. Nunca supe qué dijeron de mí. Quizá sólo respondían a mi saludo. Pero sé que era mejor no quedarse a averiguarlo.

7.2.10

Dios no me cubre las espaldas

Por eso fuimos siempre como fuimos y luchamos como luchamos. Lo sabíamos. ¿Uno más qué carajo importa?, decíamos. Adelante, que vaya con vosotros. No nos asusta. Es sólo uno más. No importa. Y así fue. Por mucho que algunas señoras y madres quisieran convencernos de lo contrario. Te vigila. Debes ser agradecido para que esté contigo. Pero sabíamos que no lo éramos nosotros ni tampoco aquellos que lo incluían en su banda. Así era. Por eso no creíamos todas aquellas cantinelas de viejas asustadizas. No nosotros no fiábamos nuestro destino más allá de nuestras propias manos. Mucho menos a alguien que no fuese uno de los muchachos. Y ni siquiera siempre. El destino y su futuro es una víscera más. No conviene andar prestándoselas a nadie. Las señoras no lo sabían. No querían saberlo. Tampoco nosotros explicárselo. Hay palabras que es mejor no gastar. Por eso cuando alguno juraba que estaba con ellos nosotros reíamos. De acuerdo, repetíamos, que esté de vuestro lado. Nosotros nunca quisimos que Dios nos cubriera las espaldas. Para eso ya estaban los muchachos.

6.2.10

Velocidad, niño, velocidad

Velocidad, niño, velocidad. Es sólo velocidad. Y mirar siempre a los ojos, niño, al tipo que tengas enfrente. Si le miras a los ojos no te podrá mirar las manos. Después, chaval, ya sabes, velocidad. Me lo contaba, con manos agrietadas, mientras agitaba la baraja a un ritmo infernal. Saca una carta, no importa cuál. Yo siempre encontraré el as en el montón. Yo siempre ganaré. Velocidad, niño, velocidad. Así se ganaba la vida. Otro barrio, otra ciudad, otro hombre a quien mirar a los ojos. Había cumplido ya los setenta y apenas podía andar, pero sus dedos pasaban cartas con un ritmo de años, con una urgencia que no te permitía saber qué demonios estaba haciendo. Siempre fue así. Volvía al barrio cada tres primaveras, puntual, tarde, por sorpresa. Ganaba todas las apuestas que lo daban por muerto y se presentaba allí, en el bar, de repente. Un bourbon, pedía, y de dos tragos lo liquidaba. Después sacaba su baraja y nos contaba, siempre igual, que tuvo que huir de una ciudad al sur porque un hombre no quiso mirarlo a los ojos. El mismo cuento. Pero lo explicaba tan bien que todos lo rodeábamos y le pagábamos el bourbon para que no parase de hablar. Nos gustaba ver cómo sus manos se negaban a morir. Nos gustaba ver aquella baraja con sus picas y sus diamantes brillando rápidos de mano en mano. Un destello. Otro. Y él siempre sacaba el as. Velocidad, niño, velocidad. Repetía. Se acerca la primavera. Ya se ha abierto la apuesta en el bar. Está 10 a 1 a que no volverá. Yo he dicho que sí.

4.2.10

El salto

Era un salto más. Siempre hacia adelante. Tan alto como fuera posible. Sólo otro salto. Lo habíamos hecho mil veces. Lo habíamos intentando mil veces. Y allí estábamos, todos juntos, concentrados. El suelo temblaba a nuestro pies. Una grieta como una enorme boca quería tragarnos. Así lo veíamos. Sólo era otra calle más. El mismo barrio. Pero si dejábamos que nos engullese habríamos perdido una vez más, otros hombres perdidos. Nosotros no podíamos permitir que aquellos nos sucediese. No a nosotros, decíamos. Saltaremos y esta vez lo conseguiremos. Saltaremos más lejos de lo que ningún hombre de este barrio salto nunca. Por eso no lograron cruzar. Nosotros sí lo haremos, ¿verdad, muchachos? La suerte no está de nuestro lado. Eso lo sabemos. Pero desde cuándo nos ha importado la suerte. Sólo necesitamos nuestros pies. Sólo estar juntos en esto. Era un salto más. Esta vez sí lo lograremos. ¿Vamos?

1.2.10

¿Sólo una pesadilla?

He despertado en mitad de la noche. Sudando. La manta en el suelo. El corazón a 200, como late antes de una buena pelea. Perdido. A tientas he podido dar la luz. Diez segundos terribles en los que las paredes de la habitación no eran las paredes de la habitación. La habitación tampoco lo era. Ni yo era yo. No sé qué ha pasado. Sólo que estaba allí, en medio. Aquello bastaba. Como el apocalipsis que anuncian los borrachos subidos en taburetes de madera. Como si hubieran acertado con la fecha. Con la luz he abierto los ojos y he tragado aire por las pupilas. No podía hacer otra cosa. Reaccionar. Sólo reaccionar. Despertar. Allí estaba yo. Sólo. Las manos temblando como sólo tiemblan después de una mala pelea. No recuerdo nada. Apenas nada. Sólo que estaba allí y los muchachos no estaban y no había nadie y yo no sé cómo diablos había llegado hasta allí. Tampoco sé qué era allí. Sólo un lugar al que no quiero volver. Allí no había nada. Sólo yo y mis manos temblando y mis ojos sudando. He necesitado levantarme y salir a fumar junto a la ventana. Aire frío de enero para que el resto de mi cuerpo tirite y se ponga al nivel de mis manos. Sólo así no las veré temblar. Una pesadilla. Eso dicen que es. Pero yo sé que no. Siempre le tuve miedo a la muerte. Aunque sólo venga a verme en sueños. Mis manos también lo saben.

31.1.10

Atravesando campos

Lo acompañamos hasta aquel lugar porque debíamos hacerlo. Así nos lo pidió. Fue un viaje largo. Dos días atravesando campos sin sembrar, casas de madera en las colinas, aire. Cuatro de nosotros en aquel coche que él había conseguido. Fue un viaje lento. Nadie quería hablar. Todos sabíamos que debíamos estar allí y nada que pudiéramos decir habría ayudado. Así que allí íbamos, dejando sonar la radio, comentando sólo alguna canción, para romper el silencio. Parando a comer y poco más. Otro cigarrillo. El mismo campo desierto. Y él al volante, los ojos fijos en aquel horizonte marrón. Los ojos perdidos en la carretera. Dos días después llegamos, por fin, a aquel pueblo. Campos sin siembra, casas sin campesinos, calles de otra época. Como una ciudad fantasma que no lo era. Tomamos una taza de café en el único restaurante del barrio. Allí desayunamos. Después fuimos al bar y nos bebimos un whisky. Nadie dijo nada. Cuando llegamos a la iglesia el párroco lo saludó. Hacía muchos años que no te veíamos por aquí, le dijo a nuestro amigo. Él preguntaba mucho por ti. Nos contaba que vivías en la ciudad. Que algún día se reuniría contigo. Que... No se moleste. No hable más. He venido sólo a comprobar que de verdad ha muerto. Ahora mi madre, señor, ya puede descansar en paz. Esté dónde esté. Fue un viaje largo. Dos días atravesando campos sin vida. Pero debíamos hacerlo. Teníamos que hacerlo. Queríamos estar allí.

30.1.10

Nadie contestó

No estábamos preparados para aquello. No aquella noche. Era sólo una noche más. Sábado. Tres cervezas. Todos alrededor. Nada importante. Risas y nosotros. Poco más necesitábamos. Pero uno de los muchachos no reía. Apenas bebía. Estaba allí, sentado en su taburete, mirando la mesa. Se acumulaban las botellas a su alrededor. Jugueteaba con una chapa. Nadie le preguntó. Cada uno necesita sus espacios. Ahí estábamos. Él lo sabía y con eso bastaba. Cuando quisiera hablar escucharíamos. Mientras tanto reíamos. Bebíamos. Anécdotas de ayer. Promesas de mañana. Todo como siempre. Hay rutinas que son el único hogar al que uno quiere volver. Con la cuarta ronda, rompiendo las carcajadas de los muchachos, habló. “¿Habéis pensado alguna vez, cuando están las ventanas abiertas, si os atreveríais a saltar al otro lado?”, nos preguntó. Después bajo de nuevo la vista y siguió jugando con su chapa. Nadie contestó.

29.1.10

Salgamos a la calle

Me alargó las cerillas y encendí una sin mirarlo. Prendí el cigarrillo y se las devolví deslizándolas por la barra. Gracias, susurré. Incluso en esos momentos había que conservar el respeto. El camarero me sirvió la cerveza. Del primer trago la dejé a la mitad. Traía sed, sí, pero el cuerpo, sobre todo, lo necesitaba. Después me bebí el tequila. Fumé tranquilo el cigarrillo, mirando al techo, jugando con el humo que salía de mi boca. Escuché la canción y sonreí al ver a una pareja al fondo bailando aferrados en la oscuridad. Daba igual que la canción pidiese movimiento. En esos momentos ellos escuchaban otras notas. Terminé mi cigarrillo, lo apagué en el suelo con la puntera de mi zapato y expulsé lentamente la última bocanada de humo blanco por la nariz. Me giré, le tendí el billete al camarero y terminé mi cerveza. Quédate con el cambio. Me giré entonces hacia aquel tipo y le dije: vamos, salgamos a la calle ya, terminemos esto de una vez.

27.1.10

Imaginar, soñar

Imaginar, soñar, era lo peor que se podía hacer. Los muchachos lo sabían. No servía de nada. Aquella chica. Estar con ella. El beso. La secuencia. El después. Y cuando llegaba, nunca era como habíamos imaginado. Salir de allí, lograrlo, escapar. Y cuando alguno lo lograba, nunca era como lo había soñado. Malditas películas. Nos dibujaban escenarios en los que después nos veíamos como los protagonistas. Allí todo salía bien. La música. El coche. La carretera. Ella. En hora y media todo puede salir bien. La realidad dura más que un largometraje. Los muchachos lo sabían. Yo lo sabía. No hacía falta que recordárnoslo. Por eso nunca estábamos solos. Siempre rodeados mejor. Con los nuestros. Si no se disparaba nuestra mente y nos llevaba a todos aquellos sitios en los que queríamos estar. A todas aquellas escenas que soñábamos protagonizar. A aquellas chicas que queríamos querer. No servía de nada. Los muchachos lo sabían. Pero imaginar, soñar, era lo único que nos quedaba.

26.1.10

Al otro lado

Tenia esa pose arrogante de los que se creen ganadores porque sí. Nos hablaba como hablan los profesores, como orden los policías, como sentencian los jueces. Él era mejor que nosotros y se empeñaba en demostrarlo. Nada más importaba. Sólo marcar bien la línea entre su posición y la nuestra. Entre ganar o perder. A un lado o a otro. Fue así durante años. Como un jefe cabrón pagando su vida triste con sus trabajadores. Quemando frustraciones a fuerza de desprecios. Un hijo de puta que pensaba que cuando uno está al otro lado de la línea ya no hay vuelta atrás. Así era. Menos mal que los muchachos lo conocían bien. Y aquel día, cuando vino pidiendo ayuda, cuando le perseguían, cuando quiso saltar a nuestro lado de la línea, se lo demostraron. Ahora somo nosotros los que marcamos en el suelo el lugar de cada uno. Llevabas razón, le dijeron. Cuando pasas al otro lado ya no hay vuelta atrás.

25.1.10

Maldito viejo

Cada vez que se sentaba al piano sabíamos que nos hablaba a nosotros. Maldito viejo medio ciego. Aquel tipo sabía cómo había que acariciar a una mujer. Lo demostraba bailando sobre el damero aquel. Sus dedos vomitaban música. Jamás falló una nota. Con aquellas uñas que no podían ya acumular más recuerdos debajo rasgaba cada nota. Cualquier mujer se hubiera tumbado frente a él dispuesta a viajar aquel planeta donde sólo sus manos sabían llevar. Nos lo contaba a nosotros, sin hablarnos, porque aquel maldito viejo nunca habló con nadie. Pero me sentaba con los muchachos en la oscuridad y callábamos. Salía cuando no quedaba nadie. Cuando los que quedan andan ya tan borrachos que cuesta escucharlo entre sus gritos. La hora a la que limpian los que deben limpiar y las últimas mujeres se van a casa solas, otra noche sin trabajar. Nosotros nos escondíamos en la penumbra. Aquel maldito viejo no podía vernos. Y entonces sus dedos lentos y viejos que apenas podían sujetar la copa despertaban. Era un puto milagro y lo sabíamos. Soñábamos con poder decir expresar con palabras sólo la mitad de lo que aquel tipo contaba con sus dedos. Cualquier mujer se hubiera dejado mecer por su melodía.

24.1.10

Déjalo, mujer

No les preguntes a los muchachos por mí, mujer. Déjalo. Ya pasará. No podemos hacer nada. Los dos sabíamos que aquel era un tren que no debíamos coger. Lo hicimos, sí. Quise hacerlo. Sabes que soy de los que prefiere saltar en marcha, esté donde esté. Pero sabíamos que deberíamos saltar. ¿De qué nos sirve engañarnos? ¿De verdad pensaste que saldría bien? ¿Que seríamos capaz de huir? ¿Que tu familia no intentaría buscarte? ¿Que ibas a cambiar tu placidez por mi incertidumbre? No. Yo sabía que no. Las sogas más fuertes son las que nos apretamos nosotros mismos. Lo vi en tus ojos. Sí, pero quise hacerlo. Siempre hay que intentarlo. Ya lo sabes. Hemos aprendido a no aprender ya de los errores. Mejor repetirlos. A veces sabemos que no ganaremos una pelea. Lo sabemos porque hay hombres enormes y con brazos capaces de desmantelar barcos. Pero aún así nos ponemos en frente y tratamos siempre de que nuestro primer golpe sea el definitivo. Si no sufriremos. Sí, claro. Siempre es igual. Tú no ibas a ser diferente. Lancé mi primer golpe pero no llegó. Los dos sabíamos que no funcionaría. No preguntes a los muchachos más por mí. Déjalo. Ya pasó.