6.11.10

Nuestro ángel de la guarda

Me enseñó lo poco que sabía. Era suficiente. Lo más parecido a un padre. Un maestro. Una maldita terrible influencia. Las mejores. No podíamos hacer nada más. Apenas un puñado de trucos viejos. Aún servían. Dos frases. Tres formas diferentes de quitarse el sombrero. Cómo hablar el lenguaje de las manos. Aquello que nunca se le podía decir a una mujer. Tenía tantos años ya que ni los contaba. Llevaba muchos más diciendo que estaba a punto de terminar su función. Ni nos acordábamos cuando lo conocimos ni por qué. Sólo que éramos un grupo de chavales descubriendo las reglas de aquel juego al que nadie nos invitó a jugar. Todos a la vez. Tan tontos como rápidos. Tan lentos como poco espabilados. Le dimos lástima, tal vez. O se vio a sí mismo en aquel pasado imperfecto que conjugó como nosotros tratábamos de hacer. Nos sentaba en corro, en una esquina de la noche, y nos desvelaba los misterios que más tarde supimos que no lo eran tanto. Después se marchaba, siempre igual, subiendo las solapas de su abrigo de lana gris y desaparecía sin decir dónde acabaría. Durante años fue lo más parecido que encontramos a un ángel de la guarda. No podíamos aspirar a nada más.

No hay comentarios: