31.3.09

El barman

Por cada cerveza que servía guiñaba un ojo, tarareaba una canción que nadie conocía y chasquía una vez los dedos. Así era siempre. Otra cerveza. Otra canción y otro guiño. Apenas hablaba. Al otro lado de la barra esuchaba al margen. Miraba al suelo tarareando sus canciones y nunca se metía. Sube la radio, le decíamos. Y la subía. Pon otra ronda, le pedíamos. Y la ponía. Si alguno de los muchachos tenía algo que contar el resto le rodeábamos para que hablase. Él no se movía. Ni siquiera cuando nos escuchaba hablando de mujeres y besos robados y faldas que se levantaban. No le importaba nada de aquello. Había enviudado hacía muchos años. Ni se acordaba ya de su mujer, decía algún cliente del bar. No era cierto. Pero nunca hablaba de ella. Ni de nada. Colocaba sus botellas, atendía, cobraba. Pasaba todo el día y buena parte de la noche allí, al otro lado, en otro mundo. Nunca nos dijo nada cuando nos pasábamos con la bebida ni cuando entraba alguien a quien había que sacar fuera ni cuando estaba la situación jodida y se organizaba algún follón. Él seguía allí, tarareando sus canciones, recordando. Sólo un día que los muchachos no estaban, tarde ya, me sirvió una última cerveza cuando no la había perdido y me dijo: "¿Sabes? Llevo años intentando recordar una puta canción y no lo consigo".

30.3.09

Aquella época

Estaban cayendo los mercados. Lo decían en las radios. Los magnates se hacían cruces. Lo contaban los periódicos. El precio del dinero se hundía. Lo escuchaba por la calle. Aquella época todos miraban al suelo buscando monedas perdidas. Los padres no compraban zapatos nuevos a sus hijos. Las señoras se olvidaron de cambiar de vestuario. Los bares se vaciaron y la gente bebía en casa. Dos de los muchachos perdieron sus empleos y volvieron a casa con las manos en los bolsillos. Recuerdo aquel día. Caminaban tranquilos charlando entre ellos. No sabían ni sabrían nunca de qué iba todo aquello. Un día, simplemente, el cielo se oscureció y en una zona de la ciudad los negocios dejaron de ser bonitos. Así era el mundo del dinero. Nos quedaba tan lejano como un ballet o un violonista de la vieja Europa. No nos importaba. Pero escuchábamos las radios tronando agoreras. Como los hombres que se suben en cajas de fruta en las esquinas y amenazan con la llegada del Apocalipsis y la vengaza final de un dios. Me reunía con los muchachos y lo comentábamos. Comprábamos unas latas de cerveza y mientras las bebíamos alguno recordaba lo que decían los titulares de los periódicos. Después reíamos y seguíamos bebiendo. Aunque dos de los muchachos hubiesen perdido sus empleos la situación nos hacia gracia. No habíamos hecho nada por entrar en aquella época ni podríamos hacer nada por salir de ella. Si nuestras vidas estaban en manos de otros hombres, mejor reírse de todo y no pensarlo.

29.3.09

Besando el suelo

He besado el suelo más de una vez. Lo reconozco. No sería de hombres negarlo. No siempre mis puños fueron los que pegaron más fuerte. No siempre tuve a alguno de los muchachos allí para echarme una mano. Cuando besas el suelo sabes que todo esto no es una broma. Hay hombres que jamás han caído en una pelea y cada vez que encuentran una se lanzan a ella como otros salen a la pista a bailar. Los que hemos besado el suelo alguna vez sabemos que una pelea nunca tiene la alegría de un baile. Aquí cuando miras enfrente no andas buscando a una mujer que te siga el ritmo y a la que agarrar por la cintura. Aquí estás pensando dónde soltar el golpe primero y cómo conseguir que llegue y, por supuesto, qué hacer para que no te alcance el que tu rival te está lanzando. Cuando ya has besado el suelo sabes que hay golpes que te pueden tumbar y que no hay forma de saber bien cuándo llegará uno de esos golpes. Puede ser el primero que te den. O justo uno que te devuelvan cuando tú ya pensabas que lo tenías todo hecho. Sólo aquellos hombres que nunca han besado el suelo no le dan a una pelea la importancia que tiene. Y sólo los hombres que nunca han besado el suelo no saben que el honor del vencedor de una pelea es exactamente el mismo que el del hombre que está tumbado besando el suelo.

24.3.09

A los puntos

Daba igual lo que yo dijese. Ella siempre ganaba. Nunca importó cómo había empezado la bronca. Ella llegaba, chillaba más y después se echaba a llorar. Con eso bastaba para ganar cualquier discusión. Al principio lo intenté. ¡Vaya si lo intenté! Razonaba, hablaba con dulzura, chillaba, daba puñetazos a la pared... De nada servía. Ella comenzaba reprochando, después chillaba y por último se echaba a llorar. Un nuevo asalto ganado. Victoria final a los puntos. Siempre la misma historia. Por eso después de un tiempo dejé de intentarlo. Simplemente me sentaba delante con los ojos clavados en el suelo y de tanto en tanto levantaba la cabeza y la mirada. ¡Menudo espectáculo! Aquella mujer era una actriz formidable. Daba igual lo que yo dijese. Cuando terminaba de llorar y empezaba a sollozar yo aprovechaba y salía de casa. Me reunía con los muchachos y les contaba la nueva función. Todos admirábamos a aquella mujer. Nuestro historial de victorias nunca sería igual.

19.3.09

AQUÍ, AHORA

Ha pasado tanto tiempo que ya no buscaré excusas. Tampoco diré dónde estuvimos. Estuvimos, claro. Pasaron cosas, claro. Todo siguió su curso, por supuesto. Es sólo que esta vez no lo contaremos. Ahí estaban los muchachos, y estas vidas tercas y puñeteras que se tuercen un día porque sí. Y mejor no pedir explicaciones a nadie. Así fue todo en este tiempo. No hace tanto en realidad. Un puñado de noches y aquí estamos de nuevo con el estómago hecho un trapo y vomitando. El mundo es un lugar jodidamente precioso, me dijo alguien en una ocasión. Se le olvidó explicarme qué significaba el jodidamente y a qué carajo le llaman algunos precioso. Aquel tipo no volvió por el barrio. Nosotros sí hemos vuelto. No puedo contar donde estuvimos. Quizá otro día. Quizá en otro momento. Tal vez cualquier noche con dos copas. Hoy no. No diré más excusas. Nos fuimos y punto. No pienso contar dónde estuvimos. El mundo es un lugar jodidamente precioso.