3.8.13

No te vas a morir, chico


Entró al bar con los ojos desencajados como si hubiera visto su cadáver en el espejo. Con las manos temblando. La respiración entrecortada. Nos buscó torpemente entre los cuerpos y cuando llegó a nosotros nos miró como si estuviera mirando la pared detrás de nosotros, atravesándonos sin vernos. No puedo respirar, nos dijo. Me va a estallar el corazón. Algo me está devorando por dentro. Apenas podía hablar. Lo hacía resoplando. Sacando fuerzas de las entrañas para exhalar cada palabra. Girando la cabeza para mirarnos a todos sin alcanzar a centrarse en nuestros ojos. El corazón, es el corazón. Se me escapa del cuerpo. No responde. Voy a explotar y os prometo que no he tomado nada para estar así. Nunca estuve así antes. Ayer estuve con ella. Hoy me he despertado solo. Y ahora no puedo respirar. Voy a distintas velocidades y ninguna la controla mi cerebro. Los muchachos le miraban sorprendidos. Sin pronunciar palabra. Esperando cada nueva palabra que pudiera pronunciar. Le puse la mano sobre el pecho, con la palma extendida, buscando los golpes del corazón. Después me giré hacia la barra y pedí un trago de whisky. No te vas a morir, chico. No al menos hoy. Tómatelo. Después sal a buscar a esa chica y bésala. 

21.6.13

Aquí, ese lugar


Nos juntamos alrededor de la mesa. Desdoblamos el mapa como se desnuda a una mujer que se ama. Y lo desplegamos sobre el tablero. Lo miramos sin decir nada. Aquellos lugares. Aquellas líneas trazadas. Acariciamos los países y las ciudades. Pronunciamos en silencio sus nombres. Durante minutos. Después alzamos lentamente la vista hasta nosotros. Unos a otros. Nos fijamos en nuestros ojos reflejados en los otros. Los muchachos y yo. Volvemos a fijar la mirada. Todos ahora en el mismo punto. Al otro lado de los oceános. En otra esquina de todo. Ese lugar. Y extiendo el brazo hasta acercarme. Con la mano sobrevolando el mundo. Hasta que poso mi índice sobre el punto negro bajo el nombre. Aquí, les digo. Y todos asentimos.

19.5.13

Uno junto a otro


Caminábamos uno junto a otro, desplegados ocupando la calle. Como si avanzara lentamente la infantería hacia una muerte segura pero valiente. Pasos firmes y la mirada clavada en el mañana. Sin hablarnos. Extendiéndonos el paquete de cigarrillos y el mechero de gasolina. Escupiendo el humo al frente. Dejando detrás la nube del tabaco y un puñado de vidas, las nuestras, aguardando el regreso. No importaban los coches. No importaban los vecinos que se asomaban a mirar por las ventas. Ni las señoras que asentían a nuestro paso, las que nos conocen desde que éramos niños, cuando aprendimos a andar siempre juntos, nadie delante. Por supuesto, tampoco detrás. Atravesábamos la ciudad, nuestra ciudad, la que nos tocó en el reparto. Compartiendo aquella tarde antes de que las nubes que venían en dirección contraria nos alcanzasen. 

13.4.13

Levántate y bésame


Te he visto cómo me mirabas. Ahora no disimules. Ahora no dejes de sonreír, chica. No me creo tu pose. Te he visto desde el otro lado de este bar. Lo he atravesado como se atraviesa un océano. He caminado la distancia que nos separaba como quien escala una montaña para clavar una bandera en una cima. Y puedo prometer, cuando nunca prometo nada, que no soy un tipo al que le gusten las banderas. Te he visto que me mirabas cuando pensabas que yo no lo hacía. No lo ocultes. Ya no tiene sentido. Querías que llegara hasta ti. No te engañes. Esto es lo que buscabas. Y aquí estoy. Sabes que no ha sido un viaje fácil. Los dos conocemos este barrio. Los dos sabemos cómo son nuestras vidas. Los dos sabemos que amanecerá y todo desaparecerá. Pero ahora escucha la música. Suena para nosotros, sí, créelo. Sé que tú tampoco tienes suerte. Aquí la suerte nunca hizo parada a otro lugar. Pero hoy, esta noche, tenemos los dados trucados y solo depende de nosotros lanzarlos. Ya sabes a qué me refiero. Llevas mirándome toda la noche. Lo sé porque yo también lo hacía. Yo no me escondo. Me has visto. Nuestras miradas se han cruzado. Querías que recorriera esta distancia que nos separaba y aquí estoy. No disimules ahora. Deja a tu amiga. Deja de hablar. No me des la espalda. Mírame como me mirabas antes. Aquí estoy. Levántate y bésame. Antes de que amanezca. Antes de que regreses a tu vida otra vez.

15.3.13

La nueva frontera

Nos dimos la mano bajo la luz de aquel túnel y nos marchamos. Cada uno caminando hacia un extremo. Hacia las siluetas de los nuestros al fondo. Nos esperaban allí, fumando, inquietos, apoyados en las paredes de aquel pasadizo. Aguardando un gesto, una señal. Cualquier indicio de que había llegado el momento de cruzar al otro lado o de volver por donde habíamos venido antes. Les miré al llegar a ellos. Asentí. Asintieron. Dieron la última calada a sus cigarrillos y los lanzaron lejos, con desgana. Después nos fuimos. No hablamos de regreso. Nadie dijo nada porque no había nada que decir. Al otro lado del túnel la escena habría sido parecida. Un leve movimiento de cabeza y todos de nuevo a casa, al territorio conocido, lejos de aquella barricada recién levantada, al lado propio de la frontera que acabábamos de trazar. Ninguno de los muchachos se hubiera echado atrás. Ninguno hubiera retrocedido entonces ni se lo hubiera pensado. Sabían que estábamos allí para llegar hasta el final de aquello, fuese cual fuese aquel final. Pero todos respiraron aliviados con los ojos. Como yo. Aunque no lo dijéramos porque no necesitábamos decirlo. Aquel tipo y yo nos habíamos repartido nuestro mundo. Nos dimos la mano y las espaldas. Y volvimos con los nuestros.

15.2.13

Y colgaste


Crucé aquel país donde hablaban raro y me miraban peor para encontrarte. Recorrí el camino que nos separaba solo porque sabía que al otro lado estarías tú, allí, esperándome, con una cerveza recién empezada o un café negro y amargo humeando junto a un cigarrillo encendido, como lo tomabas siempre. Atravesé aquel territorio por el que nunca hubiera querido transitar porque nunca quise perder la seguridad del barrio y de los muchachos cerca. ¿Estás seguro? ¿Por qué lo haces? Me lo preguntaron ellos la última noche de aquel invierno, con la maleta preparada y el billete que me conduciría hasta ti. Llegaría allí. Buscaría la dirección apuntada en el papel, aunque la memoricé hace semanas. Y cuando la encontrase llamaría a tu puerta y abrirías. Me vería entonces reflejado en tus ojos. Quizá nos viese a los dos al fondo de los mismos, abrazados, adelantado unos segundos el futuro. Y te vería sobre todo a ti, por fin, a este lado del océano que nos separó. Atravesé aquel país donde no supe qué comer porque no supe cómo pedirlo. Los dedos de ambas manos entrelazados para calmar los nervios. Un paquete de pitillos agonizando con cada parada. Y las piernas listas para caminar tu ciudad, mis últimos metros de distancia. Cuando llegué te telefoneé. Estabas en casa. Lo siento, sé que ha sido un viaje largo, dijiste, pero no podemos vernos. Solo espero que algún día no me guardes rencor por haberte hecho esto, susurraste. Y colgaste.

19.1.13

Y que por fin sane el corazón...


Aquello era lo más parecido a una misa en la que nos encontrarían. El sábado, en aquel club. El hombre con su sombrero borsalino. Arrodillado sobre el escenario, en la penumbra, huyendo del foco y de las miradas. Al fondo estábamos nosotros. “Rezad para que llegue ahora el perfume de las promesas que jamás os atrevisteis a prometer”, susurraba, cantando al suelo con las uñas clavadas en el alma. “La soledad de la nostalgia, allí donde el amor ya fue relegado. Y que se curen nuestro cuerpo y nuestra mente. Y que por fin sane el corazón”. Lo sentíamos en las entrañas. Donde solo se sienten el dolor y las náuseas. Donde empieza y termina todo. Ninguno hablábamos mientras duraban aquellas plegarias. Bebíamos en silencio con los ojos atrapados en su traje gris. Jamás nos pusimos a merced de un predicador. No quisimos que nos encerraran en una Biblia en la que no creímos. Nos negamos a acudir en grupo a buscar la fe entre muros con cruces que no entendíamos. Pero cada sábado, cuando la madrugada nos recordaba ya que volvería a amanecer y todo empezaría de nuevo, otra vez, nos confesábamos en aquel club, ante aquel anciano que no levantó los ojos de su infierno y nunca nos vio esconder las lágrimas cuando cantaba.