2.4.11

El viejo Charlie

Tenía el pelo blanco, la piel dura y los ojos huidos. Miraba desde las penumbras y casi sin romper el silencio te apuntaba con el índice mientras te decía: “Acéptalo, eres Dios”. Lo conocíamos desde hacia muchos años. Era uno de esos hombres que esconden más secretos que monedas. Se sentaba en una de las mesas del bar y bebía solo, siempre bourbon, leyendo su Biblia desgastada y anotando con un lapicero en los márgenes. Se la sabía de memoria. Desde que estuvo en prisión, veinte años atrás, según nos contó una noche que el bourbon de más le hizo hablar de más. No explicó por qué le habían encerrado. Los muchachos no le preguntaron. Sólo se levantó de la mesa, trastablillado, sin equilibrio y se acercó al fondo de la barra con los ojos puestos en uno de los muchachos y apuntándolo con el índice. Algo decía, pero nadie le entendía. Cuando llego a nuestro lado abrimos el corro para hacerle hueco. Miro a los ojos a nuestro muchacho, le tocó en el hombro con la mano, desde abajo, y le susurro como se susurran las últimas palabras en el lecho de muerte: “Aún no has aceptado que eres Dios”. Después se marchó. Al día siguiente volvió a beber solo en su mesa, leyendo su Biblia y anotando en los márgenes. Nunca más nos dijo nada.