31.1.10

Atravesando campos

Lo acompañamos hasta aquel lugar porque debíamos hacerlo. Así nos lo pidió. Fue un viaje largo. Dos días atravesando campos sin sembrar, casas de madera en las colinas, aire. Cuatro de nosotros en aquel coche que él había conseguido. Fue un viaje lento. Nadie quería hablar. Todos sabíamos que debíamos estar allí y nada que pudiéramos decir habría ayudado. Así que allí íbamos, dejando sonar la radio, comentando sólo alguna canción, para romper el silencio. Parando a comer y poco más. Otro cigarrillo. El mismo campo desierto. Y él al volante, los ojos fijos en aquel horizonte marrón. Los ojos perdidos en la carretera. Dos días después llegamos, por fin, a aquel pueblo. Campos sin siembra, casas sin campesinos, calles de otra época. Como una ciudad fantasma que no lo era. Tomamos una taza de café en el único restaurante del barrio. Allí desayunamos. Después fuimos al bar y nos bebimos un whisky. Nadie dijo nada. Cuando llegamos a la iglesia el párroco lo saludó. Hacía muchos años que no te veíamos por aquí, le dijo a nuestro amigo. Él preguntaba mucho por ti. Nos contaba que vivías en la ciudad. Que algún día se reuniría contigo. Que... No se moleste. No hable más. He venido sólo a comprobar que de verdad ha muerto. Ahora mi madre, señor, ya puede descansar en paz. Esté dónde esté. Fue un viaje largo. Dos días atravesando campos sin vida. Pero debíamos hacerlo. Teníamos que hacerlo. Queríamos estar allí.

30.1.10

Nadie contestó

No estábamos preparados para aquello. No aquella noche. Era sólo una noche más. Sábado. Tres cervezas. Todos alrededor. Nada importante. Risas y nosotros. Poco más necesitábamos. Pero uno de los muchachos no reía. Apenas bebía. Estaba allí, sentado en su taburete, mirando la mesa. Se acumulaban las botellas a su alrededor. Jugueteaba con una chapa. Nadie le preguntó. Cada uno necesita sus espacios. Ahí estábamos. Él lo sabía y con eso bastaba. Cuando quisiera hablar escucharíamos. Mientras tanto reíamos. Bebíamos. Anécdotas de ayer. Promesas de mañana. Todo como siempre. Hay rutinas que son el único hogar al que uno quiere volver. Con la cuarta ronda, rompiendo las carcajadas de los muchachos, habló. “¿Habéis pensado alguna vez, cuando están las ventanas abiertas, si os atreveríais a saltar al otro lado?”, nos preguntó. Después bajo de nuevo la vista y siguió jugando con su chapa. Nadie contestó.

29.1.10

Salgamos a la calle

Me alargó las cerillas y encendí una sin mirarlo. Prendí el cigarrillo y se las devolví deslizándolas por la barra. Gracias, susurré. Incluso en esos momentos había que conservar el respeto. El camarero me sirvió la cerveza. Del primer trago la dejé a la mitad. Traía sed, sí, pero el cuerpo, sobre todo, lo necesitaba. Después me bebí el tequila. Fumé tranquilo el cigarrillo, mirando al techo, jugando con el humo que salía de mi boca. Escuché la canción y sonreí al ver a una pareja al fondo bailando aferrados en la oscuridad. Daba igual que la canción pidiese movimiento. En esos momentos ellos escuchaban otras notas. Terminé mi cigarrillo, lo apagué en el suelo con la puntera de mi zapato y expulsé lentamente la última bocanada de humo blanco por la nariz. Me giré, le tendí el billete al camarero y terminé mi cerveza. Quédate con el cambio. Me giré entonces hacia aquel tipo y le dije: vamos, salgamos a la calle ya, terminemos esto de una vez.

27.1.10

Imaginar, soñar

Imaginar, soñar, era lo peor que se podía hacer. Los muchachos lo sabían. No servía de nada. Aquella chica. Estar con ella. El beso. La secuencia. El después. Y cuando llegaba, nunca era como habíamos imaginado. Salir de allí, lograrlo, escapar. Y cuando alguno lo lograba, nunca era como lo había soñado. Malditas películas. Nos dibujaban escenarios en los que después nos veíamos como los protagonistas. Allí todo salía bien. La música. El coche. La carretera. Ella. En hora y media todo puede salir bien. La realidad dura más que un largometraje. Los muchachos lo sabían. Yo lo sabía. No hacía falta que recordárnoslo. Por eso nunca estábamos solos. Siempre rodeados mejor. Con los nuestros. Si no se disparaba nuestra mente y nos llevaba a todos aquellos sitios en los que queríamos estar. A todas aquellas escenas que soñábamos protagonizar. A aquellas chicas que queríamos querer. No servía de nada. Los muchachos lo sabían. Pero imaginar, soñar, era lo único que nos quedaba.

26.1.10

Al otro lado

Tenia esa pose arrogante de los que se creen ganadores porque sí. Nos hablaba como hablan los profesores, como orden los policías, como sentencian los jueces. Él era mejor que nosotros y se empeñaba en demostrarlo. Nada más importaba. Sólo marcar bien la línea entre su posición y la nuestra. Entre ganar o perder. A un lado o a otro. Fue así durante años. Como un jefe cabrón pagando su vida triste con sus trabajadores. Quemando frustraciones a fuerza de desprecios. Un hijo de puta que pensaba que cuando uno está al otro lado de la línea ya no hay vuelta atrás. Así era. Menos mal que los muchachos lo conocían bien. Y aquel día, cuando vino pidiendo ayuda, cuando le perseguían, cuando quiso saltar a nuestro lado de la línea, se lo demostraron. Ahora somo nosotros los que marcamos en el suelo el lugar de cada uno. Llevabas razón, le dijeron. Cuando pasas al otro lado ya no hay vuelta atrás.

25.1.10

Maldito viejo

Cada vez que se sentaba al piano sabíamos que nos hablaba a nosotros. Maldito viejo medio ciego. Aquel tipo sabía cómo había que acariciar a una mujer. Lo demostraba bailando sobre el damero aquel. Sus dedos vomitaban música. Jamás falló una nota. Con aquellas uñas que no podían ya acumular más recuerdos debajo rasgaba cada nota. Cualquier mujer se hubiera tumbado frente a él dispuesta a viajar aquel planeta donde sólo sus manos sabían llevar. Nos lo contaba a nosotros, sin hablarnos, porque aquel maldito viejo nunca habló con nadie. Pero me sentaba con los muchachos en la oscuridad y callábamos. Salía cuando no quedaba nadie. Cuando los que quedan andan ya tan borrachos que cuesta escucharlo entre sus gritos. La hora a la que limpian los que deben limpiar y las últimas mujeres se van a casa solas, otra noche sin trabajar. Nosotros nos escondíamos en la penumbra. Aquel maldito viejo no podía vernos. Y entonces sus dedos lentos y viejos que apenas podían sujetar la copa despertaban. Era un puto milagro y lo sabíamos. Soñábamos con poder decir expresar con palabras sólo la mitad de lo que aquel tipo contaba con sus dedos. Cualquier mujer se hubiera dejado mecer por su melodía.

24.1.10

Déjalo, mujer

No les preguntes a los muchachos por mí, mujer. Déjalo. Ya pasará. No podemos hacer nada. Los dos sabíamos que aquel era un tren que no debíamos coger. Lo hicimos, sí. Quise hacerlo. Sabes que soy de los que prefiere saltar en marcha, esté donde esté. Pero sabíamos que deberíamos saltar. ¿De qué nos sirve engañarnos? ¿De verdad pensaste que saldría bien? ¿Que seríamos capaz de huir? ¿Que tu familia no intentaría buscarte? ¿Que ibas a cambiar tu placidez por mi incertidumbre? No. Yo sabía que no. Las sogas más fuertes son las que nos apretamos nosotros mismos. Lo vi en tus ojos. Sí, pero quise hacerlo. Siempre hay que intentarlo. Ya lo sabes. Hemos aprendido a no aprender ya de los errores. Mejor repetirlos. A veces sabemos que no ganaremos una pelea. Lo sabemos porque hay hombres enormes y con brazos capaces de desmantelar barcos. Pero aún así nos ponemos en frente y tratamos siempre de que nuestro primer golpe sea el definitivo. Si no sufriremos. Sí, claro. Siempre es igual. Tú no ibas a ser diferente. Lancé mi primer golpe pero no llegó. Los dos sabíamos que no funcionaría. No preguntes a los muchachos más por mí. Déjalo. Ya pasó.