25.4.09

El trabajo

Un trabajo serio, lo que se dice un trabajo serio, nunca había tenido ninguno de los muchachos. Hacían lo que podían. Lo que salían. Sabían conducir. Eran listos. Podían hacer de todo. El problema es que los trabajos apenas les duraban una semana. Siempre ocurríoa algo. Un jefe cretino, un tipo que no paga, un engaño. Los muchachos saltaban. No tragaban. No estaban dispuestos a tragar con aquella gente que les trataba como mercancías. Ellos no. En aquellos trabajos había hombres con familia. Hombres que bajaban la cabeza y tragaban. Hombres acostumbrados a tragar. Hombres que vivían con miedo. Los muchachos no eran así. No podían serlo. Cada vez que uno de aquellos jefes en uno de aquellos trabajos se pasaba de la raya uno de los muchachos le saltaba al cuello. En una ocasión uno de ellos le rompió la nariz a uno de aquellos bastardos por insultar a un hombre. Cada vez que algo así sucedía, los ojos de aquellos hombres con familias y miedo se iluminaban. Merecía la pena.

23.4.09

Lanza la moneda

Saca una moneda. Elije un lado. Lázala. Hazla girar con el pulgar. Lánzala bien alta. Ahí, justo ahí, ése es el momento. No lo dudes. Es un segundo. A veces menos. Si lo dudas caerá la moneda. Si cae la moneda nada habrá cambiado. Entonces ya no te ayudará la suerte. No es difícil. Lo único complicado es saber vender la idea. Convencer al que tienes enfrente. No es fácil. En ese momento nadie está para juegos. Tendrás que inventarte algo bueno. Dile que quien gane se queda con la chica. ¿Qué chica? ¿Qué importa? Dile lo que quieras. Lo importante es que tengas tiempo para sacar la moneda. Lanzarla. Hacerla girar con el pulgar. Bien alta. Si consigues sacar la moneda del bolsillo habrás conseguido tener la suerte de tu lado. De eso se trataba. Los muchachos conocían aquel truco. No siempre funcionaba, claro. Antes de una pelea no todos están dispuesto a jugarse algo con una moneda. Menos a no jugarse nada. Menos a perder el tiempo lanzando monedas. Por mucho que la hagas girar con el pulgar. En ese momento las piernas van a otra velocidad. Los puños se abren y cierran. La cabeza dice una cosa y las entrañas otra. Pero si te da tiempo, hazlo. Juégate lo que quieras. Inventa. Saca una moneda. Elije un lado. Lánzala. Hazla girar con el pulgar. Bien alta. Y ahí, justo ahí, antes de que empiece a caer, hazlo. Cuando el otro mire volar la moneda, lanza tu puño a por él. Es menos de un segundo. Tendrás que ser rápido.

21.4.09

El vendedor

Llegaba de lejos. Muy lejos. Decía cosas raras como no se achicopalen o quehubole y nosotros reíamos. Era gracioso aquel hombre. Se unía a nosotros en el bar y nos contaba cómo era el lugar de dónde venía, cómo bailaban las mujeres, cómo besaban, lo lejos que estaban. Era vendedor. Eso decía. Nunca supimos qué vendía pero tampoco le preguntamos. Como ninguno de los muchachos tenía intención de comprar nada no necesitábamos saber qué ofrecía aquel tipo. Simplemente le dejábamos hablar y le escuchábamos cuando nos contaba sus historias. A veces se metía en las nuestras. Le hacía gracia también escucharnos y reía y decía más cosas que no entendíamos. Aquel tipo era un hombre divertido. Si le dabas dos whiskys le tenías junto a ti toda la noche. Las mujeres del lugar del que venía bailaban y besaban como ninguna. Aquello aprendimos. El día que se fue nos dejó una dirección apuntada en una servilleta. Intercambiamos abrazos y prometimos que algún día iríamos a conocer a aquellas mujeres que bailaban y besaban como ninguna. Oh, sí, no dejen de hacerlo, nos dijo. Salió agitando la mano por encima de la cabeza. Nosotros volvimos a lo nuestro.

14.4.09

Aquella lluvia

Durante aquella semana llovió como si nunca hubiese llovido antes. La gente se quedó en sus casas mirando desde el otro lado de las ventanas. Jamás habían visto llover con tanta rabia. Nadie, ni los más viejos del barrio, lo recordaban. Aquellos días cerraron las tiendas y los niños no fueron al colegio. Sólo salieron los hombres camino de sus fábricas o sus terribles empleos. Iban enrollados en sus abrigos, con las solapas levantadas y los sombreros chorreando. Corrían hacia sus trabajos y corrían de vuelta a casa, sin fuerzas. Sus mujeres los veían marcharse y volver desde sus ventanas, desde el silencio de dentro, mientras en la calle el agua caía con estrépito y una riada limpiaba el asfalto calle abajo. En la radio no hablaban de otra cosa. Aquella lluvia tenía a la ciudad paralizada. Nosotros sólo salimos para juntarnos en el bar y ver llover. Apenas hablábamos. El ruido aquel que hacía el cielo al abrirse era suficiente. Las personas más mayores se hacían cruces y buscaban culpables. El mundo se terminaba, dijeron. Nunca había llovido con tanta violencia como aquella semana.

5.4.09

No vuelvas más

No vuelvas, chillo. No vuelvas más, volvió a chillar. Todo ha terminado, dijo. Todo esto es ya ceniza, repitió. No vuelvas más, me suplicó. Márchate y desaparece, insistió. Ya no queda, lloró. Aquella noche sucedió todo. Era la misma noche que ayer. Iba a ser la misma noche que mañana. Yo sólo me acerqué a buscarla. Me acercaría al portal, llamaría y ella bajaría. Caminaríamos un rato por el barrio, hablaríamos y después le diría adiós. No era nada serio. Sólo hablábamos. Apenas nos besamos tres veces, apenas sin quererlo, nos dejábamos llevar. Pero no era amor ni sexo ni nada. No era nada. Sólo me sentía bien cuando estaba con ella. Los muchachos lo notaban y no decían nada. De cualquier otro se hubieran reído. A mí me dejaron que compartiese aquellas noches con aquella muchacha. Sólo hablábamos. No quería nada más. Sólo quería otro horizonte. Sólo quería una ventana que no diese al mismo lugar que todas las ventanas por las que me asomaba. Aquella muchacha era aquella ventana. Pero esa noche no era la misma que ayer ni la misma que mañana. Sus padres le habían dicho que no debía verme. Sus padres le habían dicho a aquella muchacha que yo nunca sería de fiar. Me escaparé con él, me contó que les había soltado. Después chilló. No vuelvas más, me repitió. Todo son cenizas. No había huída posible. Menos los dos. No quiso entenderlo. Así, solos, estamos mejor.

4.4.09

El carnicero

Estuvimos toda la tarde recordando cómo golpeaba aquel hombre. Los muchachos le habían visto pelear. Yo también. Aquella era una de las cosas que no se olvidan nunca.Ese hombre subido al ring bailando al ritmo de una música que solo escuchaba él formaba ya parte de nuestra historia. Desde el día que lo vimos pelear, allí, ante nuestras narices no habíamos dejado de hablar de ello. Fueron solo cinco asaltos, pero el carnicero nos enseñó lo que que era pelear, lo que era no rendirse, lo que era estar desahuciado y resucitar. Aquella tarde estuvimos recordándolo. Uno de los muchachos se había metido en un jaleo y sabía que no saldría bien. En aquellos momentos siempre recordámos el combate que vimos. No nos daba ánimo ni fuerzas, pero todos sabíamos que lo que aquel día vimos algún día volvería a repetirse. Con eso nos bastaba.

1.4.09

Almas perdidas

Llegaba serio pero sonreía. Traía las manos juntas por delante de la chaqueta. Entrelazadas. Se acercó a nosotros como uno más. Palmeó el hombro de uno de los muchachos y nos miró a todos uno por uno. Una sonrisa para cada uno. "¿Cómo estáis?", nos preguntó. "Hacía tiempo que quería venir a compartir un rato con vosotros". Movimos la cabeza, de arriba a abajo, sin dejar de mirarle. Un gesto leve. Ninguno dijimos nada. "Están muy mal las cosas últimamente y todos nos sentimos solos en algunos momentos y necesitamos a alguien que nos ayude a tirar para adelante. Tenemos que estar todos juntos en estos momentos. Formamos un gran rebaño que necesita un pastor que nos ayude. No temáis sentíos solos. Es normal". Hablaba mientras todos le escuchábamos. Alguno de los muchachos asentía de vez en cuando, o miraba a otro lado. Nadie dijo nada. "Venid a mí", repetía. "Venid, conmigo", nos decía. Le escuchamos un rato con atención. Cuando le habíamos dado suficientes esperanzas de que nos había convencido, uno de los muchachos se lo digo: "Márchese, padre, aquí todas las almas están ya perdidas".