13.12.10

El vendedor de relojes

Para Enrique Morente

Había llegado, nos contó una noche, del sur. Soy un nómada de lo más casero, un francotirador de las tradiciones, un clásico con ganas de seguir dando por el culo. Pensamos que vendía relojes, porque en sus muñecas desnudas el tiempo era arena de un desierto a años luz. Hasta que una noche, cerrada ya, cuando los buenos se esconden bajo las mantas y lloran sobre la esponja de la almohada, se encaramó a un rincón con escalón, entre penumbra y frío, bajo la luz amarillenta de una bombilla mortecina. Y abrió la boca. Dejamos entonces de beber, sosteniendo los vasos con puños apretados como cuando se aferra algo que no se quiere perder nunca o que no existe. Cantó. Con los ojos pequeñitos y cerrados, con los pulmones rompiendo la camisa, con las manos aquellas retacas y rotundas punteando el aire. Estaba allí en su esquina, tras la columna donde aún se puede rezar o matar sin que te vean. Apurando otro vaso de whisky y una parte de nuestras vidas. No le dijimos nada. Lo dejamos seguir, toda la noche, hasta que el sol se filtró a través de la ventana. Amanecía. Relajamos los dedos. Apuramos nuestra copa. Y nos marchamos, sin decirnos nada, secándonos las lágrimas con el dorso de las manos. Vino del sur. Allá marchó, una noche puñetera de diciembre. Debía haber sido vendedor de relojes. Sabía detener el tiempo.

5.12.10

El hombre de la fotografía

Cuando te miraba, al otro de los ojos, al fondo de la conciencia, veías que el futuro no existía. Tenía las pupilas cansadas. Una vida convertida en surcos alrededor de los párpados. Las cejas alborotadas, grises, puntiagudas. El blanco del iris convertido en rojo. La mirada ausente, en otro lugar, en otro tiempo. Era el mismo hombre que sonreía desde la fotografía en blanco y negro. Allí, los brazos en alto, la multitud voceando su nombre. Desde un trono de hombros que lo aupaban. El mismo congelado en la pared de aquel bar. Ahora, a este lado de la barra, bebía mientras miraba su reflejo en el cristal de la imagen. Siempre en la misma posición. Siempre frente a sí mismo. Aún le llamaban maestro al entrar. Le dejaban beber tranquilo. Sin hablarle, como le gustaba.