28.2.10

La guerra ha comenzado

Vino corriendo calle abajo. Sin aliento. Algo traía en las manos. Desde aquí no podía saber qué era. Al final llegó. Se dobló y se apoyó sobre sus piernas y respiro hondo. Muchas veces. No tenía voz aún. Su cuerpo se sacudía por el esfuerzo. Poco a poco recuperó el color y fue enderezándose. Tenía un periódico en la mano. Nos miró. Intentó hablar pero volvió a toser, una y otra vez. Lo mirábamos sin decir nada. Sólo esperando que pudiera contarnos aquello que quería contarnos. Venía corriendo desde la otra punta de la ciudad. Sudaba y le temblaban las piernas. Le daríamos tiempo, por supuesto, hasta que su cuerpo le dejase hablar de nuevo. Nos miró, asustado, mientras tosía una vez más. E intentó hablar de nuevo. No podía. Nos tendió el periódico, doblado. Cuando lo abrimos lo vimos: la guerra había comenzado. Ninguno dijimos nada.

25.2.10

Esta tierra ya no es nuestra

Se equivocaron nuestros padres. Como se habían equivocado los suyos. Y así para atrás. Podéis retroceder dónde queráis, hasta el momento preciso en el que todo se convirtió en mentira. No sé cuándo fue. Pero tuvo que existir. Desde entonces dejó de ser cierto. Lo que pisaban no les pertenecía ni les pertenecería. Trabajar allí era vivir aferrado a la mentira. Lo sabían. Estoy seguro de que lo sabían. Pero aún se empeñaron en decirnos lo mismo que les habían dicho sus padres. También ellos supieron que era mentira. Lo sé. Nadie puede vivir creyendo algo así tanto tiempo. Pero lo hicieron. Quizá tuvieron suficiente con eso para resistir. Quizá pensaron que sin aquello todo sería mucho duro. Eso si es que las cosas pueden llegar a ser mucho más duras. A mí las palabras me resuelven poco en ciertos momentos. Nunca soporté a los charlatanes y a los predicadores. No dejaría, no, que mis padres fuesen como ellos. Pensaría que les engañaron sus padres, y a ellos a su vez los suyos, y así hasta el momento en que la verdad desapareció y la mentira se convirtió en la única verdad que llevarse a las manos. No, yo lo sé, nunca más se lo diré a nadie. Hasta aquí ha llegado. Esta tierra no es mía. Esta tierra nunca será nuestra.

23.2.10

Posando para él

No nos veía. Desde su sótano sólo conocía los tobillos de la ciudad. Pero allá abajo era capaz de bailar con el demonio. Nosotros sí le veíamos. Aquel ventanuco nos dejaba ser espectadores de su delirio. Callados. Ausentes. Nos arrodillábamos y nos escondíamos para que no nos descubriese. Con cuidado para no robarle aquel rayo de sol que se colaba. Apenas una gota de luz. Suficiente para verlo allí, solo. Enfrente una tela blanca. Latas de pintura. Y sus manos. Nada más. Y girar. Y salpicar. Y arrastrar las palmas por la tela. Y la cara manchada. Y los pies chapoteando. Y un torbellino de grises y algún azul y amarillo. Y, de pronto, todo negro. Exhausto. Rendido. Fumando al tiempo que danzaba. El pitillo manchado. Rojo. Luego verde. Y otra vez. Las manos en las latas. Las manos en la tela. La pintura en las paredes. Y aquellos ojos, que miraban sin ver, en otro sitio, lejos de aquel sótano desde que el podía verle los tobillos a la ciudad y nada más. Nunca lo vimos. Pero siempre supimos que entre las sombras estaba el demonio posando para él.

19.2.10

Los colmillos del diablo

Cualquier noche, sin aviso, se puede torcer. Siempre. Es una regla no escrita que todos conocíamos. Pero había lugares en los que no queríamos terminar aquellas noches. Agujeros en los que no debíamos entrar. Gente que no era gente. Otro mundo. Los muchachos y yo lo sabíamos, sí, pero no importa. Acabamos allí muchas madrugadas, escapando de nosotros, huyendo sin poder hacerlo, espantando sombras con las manos y los puños cerrados. Nunca puedes tumbar a tu propia sombra. Lo saben los boxeadores. Por eso bailan con ellas. Nosotros acabábamos las noches en aquellos lugares donde, de verdad, jamás debimos entrar. No importa. Está hecho. Fuimos porque quisimos. Nadie nos obligó. Supimos siempre que no debíamos hacerlo. Aquellos lugares no. Aquello no nos sacaría de donde queríamos salir. Pero los muchachos saben que las malditas noches se tuercen y que no hay remedio. Nunca se dan pasos atrás. Jamás. Aunque seguir adelante fuese acabar aquellos días de aquella manera. Cualquier noche podía pasar. Se torcía y terminabas viéndole los colmillos al diablo.

16.2.10

Su hijo

Apenas podíamos creerlo. Aquello no era cierto. No podía pasar. Maldita vida. Algunas personas parece que encuentran todas las grietas del suelo y que siempre meten dentro los pies. No le podía pasar a él. Aquello no. El día que nos lo contó era el hombre más feliz del planeta. Y feliz era una palabra que, de verdad, no salía mucho en nuestras conversaciones. Habló de dejar todo aquello. De trabajar, sí, trabajar duro. De buscar un piso y crecer. De estar a su lado, por fin, una mujer con la que quedarse. De pensar en futuro, de olvidar el pasado, de hablar en presente. Uno de nuestros muchachos. Era uno de nuestros muchachos. Y fue una sorpresa. Ni siquiera sabíamos que llevaba un año con aquella chica, que la que besaba cuando se despedía de nosotros, que la quería. Lo mantuvo en secreto. Hay cosas, nos dijo, lo siento, que no sé por dónde irán y no puedo compartirlas. Le entendimos. Si la mala suerte se contagia, muchacho, mantente lejos de la mala suerte. Aquel día era el hombre que más brillaba en el mundo, y brillar era un verbo que sólo conocíamos de los neones. Por eso cuando nos enteramos no pudimos hablar. Aquella chica había perdido el bebé. Nos lo contó él mientras lo rodeábamos. Sin hablar. Si llevas la mala suerte en los bolsillos no importa que laves los pantalones. Siempre hay otra grieta donde meter los pies. Bebimos, claro, aquella noche que nos lo contó. En silencio. No podíamos hacer otra cosa. Adiós, vida cruel. Maldita mala suerte. A mis muchachos no. Hay dioses puñeteros que se empeñan en hacerles la vida imposible a algunos hombres buenos que aún creen en ellos. Que vengan y me lo digan a la cara.

15.2.10

Más lluvia

Llevaba lloviendo más de dos semanas. Sin parar. Teníamos la humedad metida en los huesos. Los zapatos siempre mojados. El pelo imposible. Cada vez que nos quitábamos los abrigos brillaban y salpicaban. Aquello parecía una maldición. Una profecía húmeda. Una mala racha de nubes oscuras y días más grises. Desde luego, nada esperanzador para un lugar en el que cualquier rayo de sol era una buena noticia, uno de los pocos motivos para alegrarse. En aquellas semanas el barrio se calló. Los hombres volvían del trabajo con sus sombreros calados viendo caer agua ante sus ojos. Solos. Más solos que nunca. Los niños no jugaban en la calle. Sólo había charcos que atravesaban los coches rápidamente salpicando y formando más charcos. Aquellas dos semanas el cielo caía sobre nosotros y ninguno de los muchachos contaba buenas historias. Sólo bebíamos en silencio viendo diluviar al otro lado de los cristales. Otro día, otra tormenta, otra vida. Por eso no nos extrañó ver aquel coche de la policía y aquel furgón negro a la puerta de aquel portal. Sabíamos que algo así pasaría. Tenía un revolver. Una bala. No necesitaba más. Se cansó de ver llover, contó uno de los muchachos. Ya estaba cansado de antes, respondimos todos. Bebimos. La lluvia no podía traer nada bueno. Todos lo sabíamos. Todos lo supimos.

14.2.10

Cualquiera pudo hacerlo

Cualquiera lo ha podido hacer. Cualquiera. Lo sabe usted bien. ¿Por qué vienen siempre a por nosotros? ¿Qué buscan? ¿Por qué necesitan complicarnos más las cosas? ¿No está todo bastante jodido ya? ¿No es todo ya suficientemente complicado? Sabe que cualquiera ha podido hacerlo. No es tan difícil. Ni siquiera hay que pensarlo mucho. Sólo hay que atreverse. Y eso puede hacerlo cualquiera, y lo sabe. La desesperación es así. Te empuja. Se come el miedo. Engulle la razón. Mire a su alrededor. ¿Sólo nosotros podíamos hacerlo? ¿Por qué ha venido directamente a por los muchachos? Sabe que son buenos tipos. Controlan su desesperación. No han sido ellos. Debería saberlo. Lo sabe. Pero prefiere venir a por nosotros. ¿Le divierte? ¿Qué busca? Cualquiera lo ha podido hacer. Lo sabe usted bien, agente.

11.2.10

Cierra la boca, chaval

Esas son las cosas que nunca debes preguntar. Apréndelo, chaval. Pero apréndelo rápido. Aquí no hay segundas oportunidades. Aquí no hay margen. Lo que digas estará dicho. No puedes echarte atrás. ¿Cómo puedes saber lo que puedes decir? No hay un manual, chico. No te lo puedo explicar todo. Tienes que descubrirlo tú. Lo aprenderás, no te preocupes. Pero antes de abrir la boca respira una vez más. Y si hablas debes estar seguro de qué carajo vas a decir y de qué puede pasar. Si no estarás perdido. Es así. Eso es lo único que te puedo decir. No me pidas consejos. No te los daré. No tengo ninguno. No soy tu padre, muchacho. No te trataré como a un hijo. Sólo te diré que mejor aprietes los dientes. Así sabrás que no hablas. Hay hombres que no te van a perdonar algunas palabras. Sí, no perdonarán. Esto que acabas de decir, por ejemplo, no lo vuelvas a preguntar. No preguntes por qué. Simplemente, chico, no lo vuelvas a preguntar. Eso es todo. Piensa y luego actúa. ¿Conoces a muchos tipos que hablen sin parar? ¿No, verdad? Aquí no existen esos hombres. Ahora pregúntate por qué no existen. Y, de verdad, chico, no preguntes nunca a nadie otra vez si tiene miedo. Trágate tus putas preguntas.

10.2.10

Los tacones de la botas

No me gustaba el country. Esa música para golpear el tacón de las botas contra el suelo y levantar polvo. No. Aquello no era lo mío. Cualquier canción que agitase demasiado la cerveza no podía ser buena. Pero aquellos señores reconozco que cantaban endiabladamente bien. Con sus camisas de cuadros y sus armónicas y sus botas que no levantaban polvo. Menos uno. Un hombre con chaleco negro y camisa negra que cantaba cerrando los ojos. Sus botas estaban tan viejas que hubiera caminado descalzo más cómodo. Cantaban a LAS mujeres de sus pueblos que bailaban y besaban como si no existiese el pecado del que hablaban en la iglesia. Mujeres capaces de desabrochaR los botones de una camisa con sólo una caricia. Mujeres, vamos, como las que los muchachos soñaban encontrar una noche cualquiera en el bar junto a la máquina de discos. Dos cervezas, una última canción, golpea el tacón de las botas y a casa, mujer, vamos ya para casa que se nos está haciendo tarde. Lo cantaban y lo contaban. Aquello era cierto. Aquellas historias eran reales, sí, lo sabíamos. Por eso nunca mencionaban el nombre de sus pueblos. Sin nombre no hay mapa en el que buscar. Sin mapa no hay mujeres para salir a bailar. Para encontrar ese lugar hay que desgastar mucho las botas.

9.2.10

Sólo ellas me intimidan

Allí estaban, en corro, en las escaleras de aquel portal. Todas hablando a la vez. Todas riendo juntas. Todas, sí, todas. Pasaban las tardes contando historias de besos antiguos y de sueños con familia y televisores frente al sofá. Compartían sus cigarrillos y las envolvía una nube de humo que no se disipaba hasta que se despedían. La calle era suya. Sólo si iba con alguno de los muchachos me atrevía a pasar por delante. Aquella acera era uno de los lugares más incómodos del planeta. Puedo prometer que así era. Sólo me intimidaban. Cruzaba, sí, claro, porque había que cruzar. Pero lo hacía rápido. Inseguro. Sabía que en cuanto pasase a su lado callarían y mirarían todas. Giraría levemente la cabeza y diría "buenas tardes, chicas, cómo va todo". Y después seguiría, sin bajar el ritmo, sin esperar respuesta. Mejor no pararse. Mejor pasar aquello cuanto antes. Porque en cuanto hubiese pasado ante su mirada todas empezarían a susurrar. Maldita sea, los susurros de aquellas mujeres se me metían entre las vértebras. Me producían escalofríos. ¿Qué diablos estarían diciéndose? Siempre me sentí desnudo, indefenso, inútil cuando pasé a su lado. Nunca supe qué dijeron de mí. Quizá sólo respondían a mi saludo. Pero sé que era mejor no quedarse a averiguarlo.

7.2.10

Dios no me cubre las espaldas

Por eso fuimos siempre como fuimos y luchamos como luchamos. Lo sabíamos. ¿Uno más qué carajo importa?, decíamos. Adelante, que vaya con vosotros. No nos asusta. Es sólo uno más. No importa. Y así fue. Por mucho que algunas señoras y madres quisieran convencernos de lo contrario. Te vigila. Debes ser agradecido para que esté contigo. Pero sabíamos que no lo éramos nosotros ni tampoco aquellos que lo incluían en su banda. Así era. Por eso no creíamos todas aquellas cantinelas de viejas asustadizas. No nosotros no fiábamos nuestro destino más allá de nuestras propias manos. Mucho menos a alguien que no fuese uno de los muchachos. Y ni siquiera siempre. El destino y su futuro es una víscera más. No conviene andar prestándoselas a nadie. Las señoras no lo sabían. No querían saberlo. Tampoco nosotros explicárselo. Hay palabras que es mejor no gastar. Por eso cuando alguno juraba que estaba con ellos nosotros reíamos. De acuerdo, repetíamos, que esté de vuestro lado. Nosotros nunca quisimos que Dios nos cubriera las espaldas. Para eso ya estaban los muchachos.

6.2.10

Velocidad, niño, velocidad

Velocidad, niño, velocidad. Es sólo velocidad. Y mirar siempre a los ojos, niño, al tipo que tengas enfrente. Si le miras a los ojos no te podrá mirar las manos. Después, chaval, ya sabes, velocidad. Me lo contaba, con manos agrietadas, mientras agitaba la baraja a un ritmo infernal. Saca una carta, no importa cuál. Yo siempre encontraré el as en el montón. Yo siempre ganaré. Velocidad, niño, velocidad. Así se ganaba la vida. Otro barrio, otra ciudad, otro hombre a quien mirar a los ojos. Había cumplido ya los setenta y apenas podía andar, pero sus dedos pasaban cartas con un ritmo de años, con una urgencia que no te permitía saber qué demonios estaba haciendo. Siempre fue así. Volvía al barrio cada tres primaveras, puntual, tarde, por sorpresa. Ganaba todas las apuestas que lo daban por muerto y se presentaba allí, en el bar, de repente. Un bourbon, pedía, y de dos tragos lo liquidaba. Después sacaba su baraja y nos contaba, siempre igual, que tuvo que huir de una ciudad al sur porque un hombre no quiso mirarlo a los ojos. El mismo cuento. Pero lo explicaba tan bien que todos lo rodeábamos y le pagábamos el bourbon para que no parase de hablar. Nos gustaba ver cómo sus manos se negaban a morir. Nos gustaba ver aquella baraja con sus picas y sus diamantes brillando rápidos de mano en mano. Un destello. Otro. Y él siempre sacaba el as. Velocidad, niño, velocidad. Repetía. Se acerca la primavera. Ya se ha abierto la apuesta en el bar. Está 10 a 1 a que no volverá. Yo he dicho que sí.

4.2.10

El salto

Era un salto más. Siempre hacia adelante. Tan alto como fuera posible. Sólo otro salto. Lo habíamos hecho mil veces. Lo habíamos intentando mil veces. Y allí estábamos, todos juntos, concentrados. El suelo temblaba a nuestro pies. Una grieta como una enorme boca quería tragarnos. Así lo veíamos. Sólo era otra calle más. El mismo barrio. Pero si dejábamos que nos engullese habríamos perdido una vez más, otros hombres perdidos. Nosotros no podíamos permitir que aquellos nos sucediese. No a nosotros, decíamos. Saltaremos y esta vez lo conseguiremos. Saltaremos más lejos de lo que ningún hombre de este barrio salto nunca. Por eso no lograron cruzar. Nosotros sí lo haremos, ¿verdad, muchachos? La suerte no está de nuestro lado. Eso lo sabemos. Pero desde cuándo nos ha importado la suerte. Sólo necesitamos nuestros pies. Sólo estar juntos en esto. Era un salto más. Esta vez sí lo lograremos. ¿Vamos?

1.2.10

¿Sólo una pesadilla?

He despertado en mitad de la noche. Sudando. La manta en el suelo. El corazón a 200, como late antes de una buena pelea. Perdido. A tientas he podido dar la luz. Diez segundos terribles en los que las paredes de la habitación no eran las paredes de la habitación. La habitación tampoco lo era. Ni yo era yo. No sé qué ha pasado. Sólo que estaba allí, en medio. Aquello bastaba. Como el apocalipsis que anuncian los borrachos subidos en taburetes de madera. Como si hubieran acertado con la fecha. Con la luz he abierto los ojos y he tragado aire por las pupilas. No podía hacer otra cosa. Reaccionar. Sólo reaccionar. Despertar. Allí estaba yo. Sólo. Las manos temblando como sólo tiemblan después de una mala pelea. No recuerdo nada. Apenas nada. Sólo que estaba allí y los muchachos no estaban y no había nadie y yo no sé cómo diablos había llegado hasta allí. Tampoco sé qué era allí. Sólo un lugar al que no quiero volver. Allí no había nada. Sólo yo y mis manos temblando y mis ojos sudando. He necesitado levantarme y salir a fumar junto a la ventana. Aire frío de enero para que el resto de mi cuerpo tirite y se ponga al nivel de mis manos. Sólo así no las veré temblar. Una pesadilla. Eso dicen que es. Pero yo sé que no. Siempre le tuve miedo a la muerte. Aunque sólo venga a verme en sueños. Mis manos también lo saben.