28.11.10

La redención

La redención era un lugar que no figuraba en los mapas. La buscaban las señoras en iglesias con señores oscuros. Las parejas dándose últimas oportunidades. Un sitio que todos querían conocer y que cada cual inventaba. Jamás creímos en ella. No estaba hecha para nosotros. No la merecíamos. Tampoco preguntamos por ella. Hay rincones en el alma tan destartalados y caóticos que no hay forma de meterles mano. Mejor no abrir ciertas puertas. Lo sabíamos. Para nosotros la redención era una botella de ginebra. Ceniceros llenos. Y nada que perder. Y alguna mujer, de vez en cuando, que nos rodeaba el cuello con sus brazos. Y una mano sujetándonos por detrás cuando los pies se asomaban al abismo. Otra noche. Y un amanecer cruel con el que despertaban también los fantasmas que habíamos ahogado mientras el sol dormía. La redención era una condena. No la busques, chaval, nos decíamos. No trates de alcanzarla. No existe. Abrázame de nuevo, chica. Dime que todo va bien. Miénteme una última vez.

20.11.10

Yo quería ser otros

Había días en los que mis propias sombras lo oscurecían todo. No importaba que estuviese con los muchachos. Aquellos eran días en los que no quería estar con nadie pero tampoco podía estar solo. Días en los que miraba alrededor y me cambiaría por cualquier otro. Días en los que veía en esas vidas las que yo quería vivir, en sus aspectos el que yo quería tener, en sus conversaciones las que yo deseaba mantener. Aquellos días de nada importaba que tratase de callar mi cabeza ahogándola en vasos de alcohol. La misma sensación acentuada volvía tras un paréntesis de risas, tras un resquicio del olvido. Y entonces volvía a verme rodeado en aquel lugar con música de fondo y humo por rostros alegres, vidas que suponía felices, y mis pies se hundían aún más en unas arenas movedizas que sentía ya alrededor del pecho. Si no puedo respirar no es por el tabaco. Y aunque mirase a esos otros e intentase adivinar si ellos también, de vuelta en sus casas, pensarían en que se cambiarían por otros otros, nada compensaba, nada consolaba. Esos días eran batallas que debía mantener yo conmigo mismo. Lo malo es que nunca he sabido cómo ganarlas. Lo peor es que esos días son cada vez más frecuentes.

17.11.10

Ella no la necesitaba

No volvería a verla. Era la última vez. Después acabaría todo. Aquello no tenía futuro. Tampoco yo. Ofrecí presente a duras penas. Quería más. Aunque lo intentamos no lo conseguimos. Aquella noche nos despedimos. Un último beso bajo la luz. Intentó llorar sin conseguirlo. Volví a casa. Los muchachos me esperaban donde siempre pero aquel día no podía dar explicaciones. Cuando uno pierde todos perdemos. Y nadie le gusta que se lo recuerden. Pasó por mi vida como pasan los buenos recuerdos. Se disfruta mientras sucede pero se sabe que tiene fecha de caducidad. Ella creía en el amor. Yo creía que todo, siempre, podía empeorar. Que el futuro es un animal que mientras le estás acariciando se afila los dientes para morderte. Caminos separados, simplemente. Hoy ya no le doy explicaciones. Aquel día no las encontré. Nos besamos, en aquella esquina de nuestras vidas, y nos deseamos suerte. Ella no la necesitaba.

12.11.10

Cielo blanco

Saca las manos de los bolsillos y muéstramelas. Las palmas abiertas hacia mí. Mira arriba. Hoy el cielo es blanco. Te lo mostró aquella chica. Lo señaló con el índice. Con las uñas pintadas de colores. Con brillo al fondo de los ojos. Sabes que te hizo sonreír en el rincón del alma donde nunca da la luz. Después saltó a otro tema. Así, de repente. No intentes entenderlo. Muéstrame las manos. La cicatriz del dorso. Aquella rueda. Sí, lo sé. Ahora extiéndela y coge la mía. ¿Lo ves? No estás sólo salvo cuando crees que estás solo. No lo estás. Repítetelo. Vamos. Otra vez. Pelea, muchacho. Inventa tú realidad. Rompe el espejo. Golpea los talones de tus zapatos y grita: quiero estar lejos de casa, quiero estar lejos de casa. De ti depende. Sólo de ti. No esperes a que el cielo cambie de color.

6.11.10

Nuestro ángel de la guarda

Me enseñó lo poco que sabía. Era suficiente. Lo más parecido a un padre. Un maestro. Una maldita terrible influencia. Las mejores. No podíamos hacer nada más. Apenas un puñado de trucos viejos. Aún servían. Dos frases. Tres formas diferentes de quitarse el sombrero. Cómo hablar el lenguaje de las manos. Aquello que nunca se le podía decir a una mujer. Tenía tantos años ya que ni los contaba. Llevaba muchos más diciendo que estaba a punto de terminar su función. Ni nos acordábamos cuando lo conocimos ni por qué. Sólo que éramos un grupo de chavales descubriendo las reglas de aquel juego al que nadie nos invitó a jugar. Todos a la vez. Tan tontos como rápidos. Tan lentos como poco espabilados. Le dimos lástima, tal vez. O se vio a sí mismo en aquel pasado imperfecto que conjugó como nosotros tratábamos de hacer. Nos sentaba en corro, en una esquina de la noche, y nos desvelaba los misterios que más tarde supimos que no lo eran tanto. Después se marchaba, siempre igual, subiendo las solapas de su abrigo de lana gris y desaparecía sin decir dónde acabaría. Durante años fue lo más parecido que encontramos a un ángel de la guarda. No podíamos aspirar a nada más.