31.10.10

Besaba con los ojos

Ella bailaba con los labios. Besaba con los ojos. Agitaba las manos sacudiendo el humo. Y cada vez que movía el culo, aunque la música no acompañase, amanecía. Y ya no estábamos borrachos. Pocas mujeres sabían comportarse como ella. Le veíamos. Nos miraba al otro lado. ¿No estáis bebiendo demasiado, chicos?, preguntaba, mientras volcaba de nuevo la botella sobre nuestros vasos. Y cada vez que nos sonreía desaparecíamos de allí y despertábamos solos en una playa con palmeras, dos botellas de champán y un biquini ridículo desatándose entre nuestros dedos. Sólo segundos. Suficiente para volver a empezar. Fueron muchas noches. Todo mentira. Cuando se recuperó del infarto, el camarero de siempre volvió a su barra de siempre. Ella se fue. No volvimos a pedir whisky. Aún saboreamos su última copa. Nunca quiso venirse conmigo. Has bebido demasiado, repitió. Sonrió y temblé. Y se marchó, dándome la espalda, moviendo el culo. Y aunque amanecía ya, entonces anocheció.

14.10.10

Yo, tú, ellos

Dímelo. Sólo dímelo. No lo expliques. Yo no lo hice. No lo necesitas. Si están allí iremos. Lo sabes. Lo sabías cuando viniste a buscarme. ¿Cuántos son? Antes no pensábamos en números. Íbamos y allí descubríamos que debíamos haberlo pensado antes. Ahora sí. Nos estamos haciendo viejos. Lo sabemos. Pero aún así, aunque no salgan las cuentas, iremos. Seremos estúpidos, sí, pero jamás cobardes. Dímelo. Sabes que iré. Tan sólo hazlo. Vamos, suéltalo. Rápido. Sin detalles. Iré como tú viniste cuando yo te lo dije. Sin hacer preguntas. Sin dudarlo. Sólo quiero saber cuántos son. Tal vez no podamos ir solos. Tal vez no debamos. Sé que lo hicimos antes. Ahora es diferente. ¿Tú te sientes igual? Antes hubieras llegado y me lo hubieras dicho. Ahora dudas. No te atreves. Vamos, ya esta, dímelo e iremos. Tú y yo. Enfrente ellos. Pero no me des explicaciones. Prefiero no saber por qué vamos.

12.10.10

Compra el periódico, chico

Ven, chico, le llamó. El niño dudó. Sí, tú, chico, ven aquí. Volvió a dudar mirando a los lados, buscando otro chico que respondiese. Pero no había más. Chico, ¿a qué esperas? ¿no querrás que vaya yo, verdad. Estaba nervioso. El resto de los muchachos y yo le mirábamos, con los ojos tiritando de impaciencia y una mueca apagada. Al final se acercó, indeciso, con las manos en los bolsillos y mirándose las rodillas a cada paso. Cuando llegó le tendió una moneda. Ve al quisco, chico, y compra el periódico. Hazlo rápido y podrás quedarte lo que sobra. Vamos, ve, ya estás tardando. El niño se giró y echó a correr, ya con las manos fuera, la derecha apretado aquella moneda, sin mirarse la zancada. Mientras esperaba se agitaba. ¿Dónde se ha metido ese maldito chico? Ya le pillaré, decía. Pero aún podíamos ver su espalda corriendo hacia el quisco. Volvió, también a la carrera, con el periódico entre las manos. No le dio tiempo a llegar. Se abalanzó con tres pasos kilométricos y lo cogió a mitad de camino. Le quitó el periódico de las manos y le dijo: ahora, chico, vete a jugar, vuelve a lo tuyo, vamos. Allí, a varios metros de nosotros, lo abrió y empezó a pasar las páginas, con ansiedad, con torpeza. Nosotros esperábamos sujetando aún la mueca, con los ojos aún más abiertos, algunos dándole la espalda a todo aquello. Terminó de recorrer las páginas y sus hombros se hundieron. Sus rodillas dejaron de ser palos. Sus manos soltaron el diario. Entonces nos miró. Aún entre el susto y la realidad. Y nosotros reímos. Era una vieja broma. Contarle a uno de los muchachos que aquello que había hecho salía en el periódico. Ya nadie se lo creía. Salvo él.

6.10.10

Aquella mujer; la misma historia

Allí estaba, de nuevo, contando aquella historia. Todos sus detalles. Cómo había amanecido nublado aquel día; cómo olía a pan recién hecho en aquella tienda; cómo atravesó el coche oscuro la calle; cómo corrían los niños de regreso del colegio. Los muchachos escuchaban, atentos. Les expliqué de dónde surgió aquella mujer. Cómo sus tacones golpeaban el suelo y marcaban un ritmo que jamás había escuchado. Cómo aleteaban los pliegues de su falda y cómo el sol que se asomaba entre las nubes marcaba la sombra de sus piernas. También les hablé de la blusa roja, del botón desaprovechado, de aquel cuello surcado por aquella vena que baja por el mapa del cuerpo prometiendo una última estación en la tierra prometida. Y cómo aquellos labios se movían al ritmo de los tacones, entreabiertos, pintados de un rojo intenso. Los muchachos asentían. Me habían escuchado mil veces relatando aquel día pero aún sonaba todo nuevo. También para mí. Cada vez que lo contaba no podía evitar el cosquilleo, la excitación. Y les dije, también, que en aquellos ojos profundos hallé la mirada más triste que jamás había visto. Un baúl de secretos encerrados. La habitación de los fantasmas. Una realidad que no hubiera querido conocer. Sí, me miró, terminaba la historia. Pero temblando de miedo, les confesé, no pude más que tocar el ala de mi sombrero y apretar el paso. No volví a encontrarme con aquella mujer. La historia sigue siendo ésta.

1.10.10

El último trago

Y a mí qué carajo me importaba cuánta heroína pudiese fumar aquel señor. Yo sabía que cada vez que subía allí y se vestía de sombra y humo, todo lo que tenía dentro lo soltaba. Jamás abrió los ojos. Apretaba los labios sobre la boquilla de aquel saxofón, por encima de la pajarita, y soplaba hasta que licuaba el alma al otro lado del instrumento. Menudo hijo de la gran puta. Los muchachos y yo lo observábamos con los ojos y con un vaso de whisky en las manos, como debe ser. Y dejábamos que aquellos graves nos meciesen. Y que aquellas cimas de agudos intensos y disparatados nos preocupasen. Aquello era una paliza para los sentidos. Una alarma de incendios en una habitación sin ventanas. El llanto de una mujer que ahora sí no llora por ninguna tontería. Aquel hombre lo contaba todo sin abrir jamás la boca. Ni una palabra. Ni siquiera cuando se sentaba al final de la función en aquel rincón. La camarera le llevaba su bebida y él bebía. Nadie le podía molestar. Dicen que estuvo siempre tan drogado que no hubiera entendido su mismo idioma. Una noche nos quedamos hasta que salió la camarera. Entonces la asaltamos en la puerta y se lo preguntamos. Ella nos lo contó. Sin haberle visto los ojos nunca, siempre respondía: gracias, hija, este puede ser el último trago.