29.1.12

Era una mujer desnuda...

Era una mujer desnuda sujetando una sombrilla de papel. Estaba tumbada y miraba al suelo, con sus ojos rasgados, sola en un jardín. Trajo el dibujo uno de los muchachos. Lo había encontrado junto a unos cubos de basura, al lado del local que regentaba una familia japonesa. Nos lo mostró y todos lo miramos. Intentamos adivinar quién podría ser aquella mujer. Por qué estaba desnuda bajo un sol que no aparecía dibujado y sosteniendo aquella sombrilla con pájaros pintados. Y, sobre todo, tratamos de imaginar por qué parecía tan sola, por qué no mirábamos su cuerpo sino sus ojos rasgados. Y quién la habría pintado así, quién la habría soñado tan triste. Alguno quiso probar suerte y nos contó una historia de un amor deshecho, de una pasión ya terminada, de un cuerpo que necesitaba de nuevo que lo amasen. Escuchamos en silencio, mirando el dibujo, sin responder. Cada uno probó suerte. Inventamos nombres. Lugares que jamás conocimos y nunca visitaríamos. Pasados que habíamos visto en las películas. Historias de amor que no teníamos. Pasamos la tarde alrededor de aquella mesa, con el dibujo en el centro, con los ojos buscando los detalles. Las rocas del jardín, las sandalias en los pies, el trazo más grueso en los pezones. Volviendo cada vez a aquellos ojos que miraban la tierra buscando una respuesta enterrada. Con una mano aferrada al mango de la sombrilla y la otra posada, con la palma extendida, sobre aquella superficie que nos pusimos de acuerdo en que debía ser hierba verde, ligeramente húmeda, blanda, porque si fuera tierra no estaría así tumbada. Y solo cuando empezaba a anochecer al otro lado de la ventana, uno de los muchachos lo dijo: “¿Sabéis? Yo jamás la hubiera abandonado”. Todos asentimos, mirando a los ojos de aquella mujer, buscando la sonrisa que tampoco le habían dibujado.