26.11.11

Estos tampoco serán buenos tiempos

Estábamos asustados. Sabíamos que no podía traernos nada bueno. Un hombre que no te mira a los ojos sólo será capaz de dispararte por la espalda. Lo habíamos visto en el cine. Sólo los hombres de verdad, decíamos, miran a los ojos mientras golpean. Porque debes dejar que vean el miedo en tus ojos también. Porque sólo cuando el miedo nos impulsa podemos vencer. Lo repetían los muchachos, con mucha convicción pero sin saber realmente qué significaba aquello. Les ayudaba a sentirse mejor. Con eso bastaba. Uno de ellos contaba todavía como una noche, mientras le vapuleaba un tipo veinte kilos más grandes, no dejó de mirarle a los ojos. Y como tras mirarle y saber que no se rendiría había dejado de pelear y había echado a correr. Me abrió una ceja, repetía, yo ni le alcancé, pero gané la pelea. Por eso cuando vimos a aquel político en la televisión, con su traje a medida, con su corbata recta, con sus papeles preparados, mirando hacía el suelo, supimos que aquella pelea no la ganaríamos nosotros. Preparaos, chicos, dijo uno de nosotros. Estos tampoco van a ser buenos tiempos.

9.11.11

Ella no tenía miedo

Tenía tanto miedo que procuraba no mirarla a los ojos. Pero tampoco podía hacerlo al suelo. Se hubiera dado cuenta. Así que decidí comportarme como si tuviera muchísima prisa, como si estuvieran esperándome en algún otro sitio para algo mucho más importante. Miraba a los lados, nervioso, acompañando ligeramente la vista con el cuerpo, inclinando el torso a uno y otro lado, y las rodillas, demostrando que en cualquier momento los pies reaccionarían también y empezarían a andar. Si hubiera llevado reloj lo hubiera mirado también, con impaciencia, con desesperación. Pero jamás lo usé. Así que allí estaba, temeroso, frente a ella, gesticulando absurdamente como si un incendio se hubiera desatado a mis pies y ya me llegase el humo a los ojos. Ella, al contrario, me miraba fijamente. Veía sus ojos clavados en los míos cada vez que giraba la cabeza. Más lástima que rabia. Más nada que todo. No había sacado las manos de los bolsillos del abrigo. Apenas tampoco la boca de la bufanda. Sólo sus ojos. Ni para saludarme había cambiado el gesto. Ni siquiera cuando empecé a agitarme dispuesto a echar a correr. Ella no tenía miedo. Ella sabía lo que debía decir. Ella sabía lo que quería contarme. El problema es que yo también lo sabía. Pero no quería escucharla. Porque tenía miedo. Y porque no sabía qué le iba a responder.

11.9.11

¡Pero si tienes vértigo!

Cuando tomó los mandos de la aeronave intentó recordar lo que le había dicho el instructor. Se imaginó dos años antes, sentado en su simulador, escuchando a aquel hombre que contaba entre clases las batallas de una guerra a años luz, en una selva que no sabía situar en los mapas. Se ajustó la corbata, en un gesto repetido tantas veces frente al espejo, esta vez sin poder verse al otro lado del cristal, la raya del peinado en el lado contrario. Se estiró también las mangas de la camisa, para evitar las arrugas del antebrazo, hasta cubrir el reloj. Y se miró las uñas de las manos, extrañado por no haberse percatado aquella mañana que debía habérselas cortado hacía varios días. Estaba bien. Contento. Había dormido plácidamente la noche antes y el café con leche le había espabilado del todo. Las azafatas, sobre todo una, menuda, atlética, sensual, le habían sonreído en el finger de acceso. Les devolvió la sonrisa, a pesar de su timidez frente a tres mujeres juntas, y se metió en la cabina. Faltaban quince minutos para despegar. Se ató de nuevo los cordones, hasta cuatro veces lo hacía antes de despegar para asegurarse que estarían bien atados durante el vuelo. Era 11 de septiembre. Había amanecido pocos minutos antes. Brillaba el sol. Nos lo contó uno de los muchachos. Había anochecido ya. Jamás había subido a un avión. Apenas salía del barrio. Pero aquella noche soñó que era un apuesto piloto dispuesto un día más para sobrevolar el mundo. Cuando se despertó se marchó a la fábrica. Al final del día recordó el sueño y lo compartió con nosotros. ¿Tú, piloto? Nos reímos. ¡Pero si tienes vértigo!

2.4.11

El viejo Charlie

Tenía el pelo blanco, la piel dura y los ojos huidos. Miraba desde las penumbras y casi sin romper el silencio te apuntaba con el índice mientras te decía: “Acéptalo, eres Dios”. Lo conocíamos desde hacia muchos años. Era uno de esos hombres que esconden más secretos que monedas. Se sentaba en una de las mesas del bar y bebía solo, siempre bourbon, leyendo su Biblia desgastada y anotando con un lapicero en los márgenes. Se la sabía de memoria. Desde que estuvo en prisión, veinte años atrás, según nos contó una noche que el bourbon de más le hizo hablar de más. No explicó por qué le habían encerrado. Los muchachos no le preguntaron. Sólo se levantó de la mesa, trastablillado, sin equilibrio y se acercó al fondo de la barra con los ojos puestos en uno de los muchachos y apuntándolo con el índice. Algo decía, pero nadie le entendía. Cuando llego a nuestro lado abrimos el corro para hacerle hueco. Miro a los ojos a nuestro muchacho, le tocó en el hombro con la mano, desde abajo, y le susurro como se susurran las últimas palabras en el lecho de muerte: “Aún no has aceptado que eres Dios”. Después se marchó. Al día siguiente volvió a beber solo en su mesa, leyendo su Biblia y anotando en los márgenes. Nunca más nos dijo nada.

21.3.11

Lo decía el diario

Los periódicos traían muertes anunciadas en la portada. Almas errantes con los zapatos atados en las manos. Rostros de mujeres que olvidaron cómo se lloraba. Ecos de allá lejos, donde las chimeneas escupen humos amarillos y los niños crecen sin futuro. Tomaba café en una mesa apartada, en la cafetería del barrio, con la cabeza hundida en las páginas, la boca abierta, los ojos entornados y la taza ya fría. Lo leía, sin querer creerlo. Sin ser capaz de explicarle a los muchachos, después, que da igual lo que hagamos, que nada depende al final de nosotros. Que llevan razón las señoras que se hunden en los bancos de la iglesia. Que el Señor no manda ni es misericordioso. Que quienes guían nuestros presentes son otros señores a los que no vemos, a quienes no importa rezar. Si quieren encomiéndense a santos vengativos. Si quieren olvídense de todo y busquen la verdad en una botella. En cualquier sitio espera el demonio para devorar nuestros intestinos. Lo decía el diario, con letras grandes, cinco columnas. Aunque con otras palabras.

20.2.11

¿Tienes miedo? Todos lo tenemos.

¿Ves aquel grupo? ¿Son muchos más que nosotros, verdad? Yo diría que el doble. ¿Tienes miedo? Puedes tenerlo. No temas decirlo. Yo también lo tengo. Son más y lo sabemos y lo saben. Son demasiados. Quizás. No lo sabremos hasta que no llegue el momento. No es la primera vez que estamos en una situación así. Míranos. ¿Nos ves? Estos somos nosotros. Pocos. Pero nosotros. Iremos y pelearemos, como siempre, como si fuese la última vez de nuestras vidas. Tal vez lo sea. Sólo así podremos volver aquí después y tomar una cerveza y reír y seguir adelante. Míralos a ellos. ¿Los ves? Mírales las caras. ¿Te has fijado? Son muchos más, pero también tienen miedo. Saben quiénes son. Saben quiénes son los hombres que les rodean. También saben quiénes somos nosotros. Nos conocen. Fíjate bien, muchacho. Lo importante no es ser muchos. Lo importante es saber que los pocos que están a tu lado lo estarán hasta el final, pase lo que pase. Yo sé que nosotros lo estaremos. Míranos. Si uno salta el resto saltaremos. Somos hermanos. Ahora míralos a ellos. Ninguno sería capaz de apostar nada por el amigo que tiene junto a él. ¿Tienes miedo ahora? Dilo. No importa. Puedes tenerlo. Todos lo tenemos.

10.2.11

Si mañana no estuviera tan lejos

Dejaron de escuchar el eco de sus pasos. Y se sentaron en un peldaño en la escalera de la iglesia abandonada. Dios tampoco había pasado por allí. Encendieron dos pitillos y tiraron la cajetilla vacía tan lejos como se puede lanzar una caja vacía. Cayó a dos metros. Y rieron. Escandalosamente contra el polvo. Ellos mismos. Trataban de huir y no habían avanzado aún. Si hoy no fuese esta autopista que no termina. Si el mañana no durase tanto tiempo. Y ahora, allí, nada más de lo que había. Llegaremos, le dijo, mirando a la delgada línea que separa los dominios del Señor. Expulsando el humo hacia el cielo. No lo sé, le respondió, mientras escupía su bocanada por una esquina de la boca, el hueco de un diente que se perdió en una calle, una noche, un golpe después. Si solo supiera que mi amor verdadero la seguirá esperando. Sólo podemos seguir. Aquí no queda nadie. Aquí tampoco encontraremos respuestas. Busquemos un lugar tranquilo donde podamos echarnos algún día a dormir por fin.

1.2.11

Estamos rodeados de perdedores

Chica, las cosas son así. No me lo digas. No me mires de esa manera. Sabes que me pongo nervioso. Te lo he dicho. Vístete, ponte guapa. Te sacaré a bailar. No puedo ofrecerte nada más. Sólo esto que ves. Poco, lo sé. Siempre soñaste con más. Pero te engañaron quienes te dijeron que podrías tenerlo. Aquello eran sólo palabras. Yo no te miento. No tengo nada más allá de mis manos. Pero te prometo que te acariciaré como si fuese la primera vez que nos vemos. Y que te haré el amor como si fuese la última noche de nuestras vidas. Estamos aquí. Esto es todo lo que hay. No busques más. No te lamentes. Ni lo intentes. Nadie escuchará esos lamentos. Tampoco nadie escucha tus plegarias. Tú y yo. Esta noche seremos libres. Romperemos todos los juramentos. Veo en tus ojos los fantasmas de aquellos hombres a los que dijiste que no. Olvídalo. Ya pasó. Es aquí y ahora. Mañana no importa. Mañana no existe. Nosotros no lo tenemos. Vamos. Ahora. Ven. Maquíllate. Olvidemos quienes somos. Rompamos con todo. Estamos rodeado de perdedores. Pero saldremos adelante. Vamos, chica. Bésame.

23.1.11

El material de los sueños

Se había convertido casi en una tradición. Un ritual. Un mandamiento que debía siempre seguir. Llegaba un muchacho nuevo al barrio. Tan joven, tan perdido como fuimos y estuvimos nosotros. Se acercaba, buscando calor en mitad del frío. Buscando un puñado de manos amigas, un trago, una historia común. Siempre mirábamos desde arriba al recién llegado. Había que hacerlo. Gánate tu sitio, le decíamos. Aquí no entra cualquiera. Pero sabíamos, según le mirábamos a los ojos, que aquel muchacho se acabaría convirtiendo en un hermano nuestro más. Todos iguales. Somos el mismo, al final. Escuchaban en silencio. Tardaban en hablar. Aquellas historias no las habían vivido. No sabían cuánto había de verdad. No sabían dónde llegaban las mentiras. Tampoco conocían aquella realidad. Rompíamos el hielo con fuego y ellos dudaban. Al final de la noche, cuando sus ojos se sacudían ya el miedo, cuando por fin sentían el calor de las manos amigas, balbuceaban sus primeras palabras. Antes pagaban la última ronda, por supuesto. Entonces extendía mi mano y les decía: ‘Cógela, chico. Y cuando según notaba su apretón, reclamando mucho más, como se agarra uno a los bordes de los barrancos, les preguntaba: ‘¿Lo sientes? ¿Lo notas? Toca mi piel. Éste es el material del que están hechos los sueños. Y todos los muchachos reían. Y ya éramos uno más, que es siempre mejor que ser uno menos.

4.1.11

Otro año; las mismas historias

Otro año. La misma canción que ya no suena. La historia repetida de los muchachos. La misma mujer que se marchó sin besarnos. El mismo refugio, los mismos ojos desgastados, el sueño reincidente. La misma huida que no llega. Las manos más viejas. Las cabezas menos pobladas. Los músculos cansados. El mismo lugar, de ayer, de mañana. Las mismas certezas. Los mismos nudillos hechos trizas. Los mismos labios, de madrugada, cuando no importa lo que antes importaba. El mismo espejo en el que ver los fantasmas reflejados. Al otro lado el mismo viaje. La misma calle. Las mismas ganas de seguir peleando. Allá vamos.