23.1.11

El material de los sueños

Se había convertido casi en una tradición. Un ritual. Un mandamiento que debía siempre seguir. Llegaba un muchacho nuevo al barrio. Tan joven, tan perdido como fuimos y estuvimos nosotros. Se acercaba, buscando calor en mitad del frío. Buscando un puñado de manos amigas, un trago, una historia común. Siempre mirábamos desde arriba al recién llegado. Había que hacerlo. Gánate tu sitio, le decíamos. Aquí no entra cualquiera. Pero sabíamos, según le mirábamos a los ojos, que aquel muchacho se acabaría convirtiendo en un hermano nuestro más. Todos iguales. Somos el mismo, al final. Escuchaban en silencio. Tardaban en hablar. Aquellas historias no las habían vivido. No sabían cuánto había de verdad. No sabían dónde llegaban las mentiras. Tampoco conocían aquella realidad. Rompíamos el hielo con fuego y ellos dudaban. Al final de la noche, cuando sus ojos se sacudían ya el miedo, cuando por fin sentían el calor de las manos amigas, balbuceaban sus primeras palabras. Antes pagaban la última ronda, por supuesto. Entonces extendía mi mano y les decía: ‘Cógela, chico. Y cuando según notaba su apretón, reclamando mucho más, como se agarra uno a los bordes de los barrancos, les preguntaba: ‘¿Lo sientes? ¿Lo notas? Toca mi piel. Éste es el material del que están hechos los sueños. Y todos los muchachos reían. Y ya éramos uno más, que es siempre mejor que ser uno menos.

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