15.12.12

¿Y para qué quieres tú una pistola?

¿Ey, vosotros sabéis dónde puedo conseguir una pistola?, nos preguntaba aquel hombre. ¿Y para qué quieres tú una pistola?, le respondíamos. Algún día me quitaré de en medio. Ya no soporto más todo esto que sucede. Ya no quiero seguir aquí. No le hacíamos caso ni le dábamos importancia. Llevaba ya años preguntándonos, a medianoche y tras varias copas, dónde se podía comprar una pistola en la ciudad. Siempre lo mismo. Siempre olvidando que ya nos lo había preguntado, en aquel mismo bar, a mí y a los muchachos, más de cien veces. En la misma esquina de la noche, cuando todo se tuerce y a veces nunca se recompone ya. Aquella vez tampoco le prestamos atención. Ayudadme, nos dijo. Necesito comprar esa pistola. Pero los muchachos y yo nos giramos y volvimos a lo nuestro, que era nada, pero era mejor que aquello que ya habíamos vivido. Se fue lentamente hacia la puerta, con los ojos clavados en la puntera de sus zapatos, a pequeños pasos, balanceándose lentamente, como mecido por una marea bajo sus pies. Lo vimos desaparecer por la puerta. Pronto volveríamos a vivir aquella escena. Otra madrugada cualquiera. Ey, nos diría, sé que si hay alguien en el barrio que sepa cómo conseguir un arma, esos sois vosotros. ¿Y para qué quieres tú un arma?, le repetiríamos. ¿Por qué no saltas delante de un tren, si es realmente lo que quieres?, le volvería a preguntar uno de los chicos. Pero el hombre no respondería. Nos miraría con los ojos agrietados por el alcohol, daría la vuelta y nos dejaría atrás.

9.12.12

Nada existía ya

Cuando entré a aquella casa no quedaba nada de ella. Los armarios vacíos. El sofá aquel frente a la radio convertido en un desierto. Las paredes blancas. Ni la nevera, donde escondía las cervezas al fondo, parecía ya la misma. Me giré y salí de allí, como queriendo asegurarme que no me había equivocado de puerta y estuviera viviendo la vida de otro hombre. Pero era la mía. Aquella era la vida a la que regresaba, tras una ausencia que todavía no puedo contar. Con los bolsillos vacíos y un alma pequeña, como decían los grandes emperadores, arrastrando un cadáver. Nada existía ya.

21.11.12

Nunca se abandona Desolation Road

La última vez que caminé por Desolation Road amanecía en otro país y un avión sobrevolaba otro mundo, a diez mil pies de altura. Una niña saltaba sobre baldosas amarillas en una calle desierta. Y una madre llamaba a un niño desde una ventana. La última vez que pisé el barrio de Desolation Road los muchachos me esperaban en el bar. Los cigarrillos encima de la barra. Una copa para mí. El penúltimo brindis. Y una canción irlandesa sonando, como siempre, de fondo, como suenan las canciones irlandesas. La última vez que vine aquí era otro mundo. Yo quería ser otra persona. Todo es lo mismo. Hoy vuelvo a Desolation Road con los zapatos limpios y corbata. Un funeral. Otro adiós. He visto mi cuerpo tumbado a las puertas de un infierno que me dicen que no existe, que cerraron. Y una cruz apuntalada a la pared. Y una Biblia en un cajón. Y uno de los muchachos acorralado en un rincón, con los ojos en una ventana a un patio interior. La última vez que vine a Desolation Road habían pasado diez años desde que llegué. Una vez que no lo fue. Hoy vuelvo como si nunca me hubiera ido. Porque si algo saben los muchachos es que por mucho que uno se ponga chaqueta y corbata, por mucho que los curas te mencionen en sus pregones, por mucho que se cruce la ciudad o dos océanos, nunca se abandona Desolation Road.

23.9.12

Por una moneda

La voluntad. Rara vez más de una moneda. Mientras había sol al fondo de la iglesia. De madrugada en el bar, también al fondo, entre las sombras. No hablaba. No lo necesitaba. Tampoco compartía los secretos de su trabajo con nadie. Se acercaban a él, le susurraban al oído y se quedaban unos minutos junto a él. Después le abrazaban y se marchaban. Llegaban con los ojos tensos, con el gesto serio y se marchaban con sonrisas en las pupilas, relajados, satisfechos. Junto a aquel hombre dejaban un lastre de años. Los remordimientos. Los fantasmas que llevaban anudados a los tobillos. Él los recibía a todos. No hacía preguntas. Sólo escuchaba y asentía. Todas las almas eran la misma. Todas las historias se repetían. Todos tenían siempre un motivo. Por la voluntad. Rara vez más de una moneda. Durante el día cerca de Dios; al caer la noche al fondo de las botellas, aquel hombre lloraba por aquellos que no habían conseguido llorar.

12.5.12

Franky, esta noche actúas

Lo habíamos encontrado al mediodía, tirado en un callejón, con la espalda pegada al muro, dormitando aún agarrado a la botella. Lo habíamos llevado a su motel. Le metimos en la ducha, como pudimos, y apuntamos el chorro de agua fría contra su cara. Se despertó, por fin, entre fantasmas, sin pronunciar palabra, agitado buscando la botella que ya no tenía. Le dijimos que se visitera, que vomitara, que se tomara un café y que comiera algo. Esta noche actúas, Franky, vamos, has cobrado por adelantado. Cuando llegamos ya estaba subido al escenario. Nadie parecía hacerle caso, con charlas entre botellas de cerveza y chupitos de whisky a quemarropa. Franky al fondo, en aquella plataforma en alto, sentado en una banqueta, acariciando su guitarra y mirando el suelo. El micrófono pegado a la lengua. La voz en un susurro. En su planeta. “Hay que darle una vuelta a la rueda fortuna. Y esa rueda ya nombra quién gana”. Los muchachos lo escucharon. Y yo con ellos. Nos adelantamos a las mesas vacías de las primeras filas. Bebimos en silencio. Franky estaba solo. En otro lugar. La camisa limpia. Las botas sucias. El pelo aún húmedo, pegado a la cara. De fondo ruido de copas y risas de otro planeta. Levantó la vista, nos miró. Y sin subir la voz, sonrió. “El que sale perdiendo, un día ganará”, cantó. Y volvió a hundir la mirada en sus botas. La última estación antes del infierno.

5.3.12

Tú la necesitarás más

Me tendió un cigarrillo. Las uñas rebasan el límite de las yemas. Escondían bajo ella los restos de dos barrios y un naufragio. En la barba, adornada con migas de un banquete al que no hubiera querido asistir, refugiaba un rostro que se negaba a mostrar. Toma, muchacho, me dijo. Fuma conmigo. Saqué el mechero y prendí su pitillo. Después el mío. Me senté a su lado en la escalinata. Tardamos tres bocanadas en dirigirnos la palabra. Hacía sol aquel día y parecía que el invierno se escapa, por fin, doblando la esquina al fondo. Vienen jodidas, chaval, me dijo. A mí ya no me toca, porque me libré de todo esto, de los políticos que nos venden vidas donde solo vale casarse y pagar impuestos y trabajos donde sólo puedes tener manos que no sienten. A mí ya no me pillan. Yo lo dejé atrás. Ahora tengo una barba donde lo llevo todo y dos cigarrillos. Bueno, los tenía. Pero los volveré a tener. Mi hijo no recuerda que fui su padre y yo intento acordarme cada noche de que lo era. Cuando amanece empiezo de cero. Fumé, escuchándole, asintiendo mientras exhalaba el humo. Cuando apuramos la colilla, quemándonos los dedos, nos despedimos. Adiós, amigo, le dije. Hasta la vista. Buena suerte. A mí no me hace falta, respondió. Te doy la que me toque, chico. Tú la necesitarás más.

29.1.12

Era una mujer desnuda...

Era una mujer desnuda sujetando una sombrilla de papel. Estaba tumbada y miraba al suelo, con sus ojos rasgados, sola en un jardín. Trajo el dibujo uno de los muchachos. Lo había encontrado junto a unos cubos de basura, al lado del local que regentaba una familia japonesa. Nos lo mostró y todos lo miramos. Intentamos adivinar quién podría ser aquella mujer. Por qué estaba desnuda bajo un sol que no aparecía dibujado y sosteniendo aquella sombrilla con pájaros pintados. Y, sobre todo, tratamos de imaginar por qué parecía tan sola, por qué no mirábamos su cuerpo sino sus ojos rasgados. Y quién la habría pintado así, quién la habría soñado tan triste. Alguno quiso probar suerte y nos contó una historia de un amor deshecho, de una pasión ya terminada, de un cuerpo que necesitaba de nuevo que lo amasen. Escuchamos en silencio, mirando el dibujo, sin responder. Cada uno probó suerte. Inventamos nombres. Lugares que jamás conocimos y nunca visitaríamos. Pasados que habíamos visto en las películas. Historias de amor que no teníamos. Pasamos la tarde alrededor de aquella mesa, con el dibujo en el centro, con los ojos buscando los detalles. Las rocas del jardín, las sandalias en los pies, el trazo más grueso en los pezones. Volviendo cada vez a aquellos ojos que miraban la tierra buscando una respuesta enterrada. Con una mano aferrada al mango de la sombrilla y la otra posada, con la palma extendida, sobre aquella superficie que nos pusimos de acuerdo en que debía ser hierba verde, ligeramente húmeda, blanda, porque si fuera tierra no estaría así tumbada. Y solo cuando empezaba a anochecer al otro lado de la ventana, uno de los muchachos lo dijo: “¿Sabéis? Yo jamás la hubiera abandonado”. Todos asentimos, mirando a los ojos de aquella mujer, buscando la sonrisa que tampoco le habían dibujado.