30.11.07

Ya lo sabiamos

Para que me hubieran dicho lo mismo no hubiera ido. Todos sabíamos lo que nos esperaba allí. Lo supimos desde que nos dijeron que debíamos ir. Cada vez que sucedía corríamos la misma suerte. Y siempre era desafortunada. A alguno de los muchachos les dolía ya lo mismo. Se les notaba en la cara los días antes y los posteriores. Hasta que una buena noche se olvidaba y todos volvían a reír. Hasta la próxima vez. Entonces se repetiría la misma historia y habría que ir para que nos volviesen a decir lo mismo. Aquella era una de las historias reincidentes de nuestras vidas. Marcaba un ritmo obligado. Hasta que llegase otra noche cualquiera y de nuevo se olvidase todo.

19.11.07

Bailar

Nuestros pies corrían como nunca. No duraba mucho. Pero duraba lo suficiente. Nuestras piernas terminaban doloridas. Alguno de los muchachos acababa sentado en el suelo, sin respiración. En eso consistía todo. Algún sábado, muy de vez en cuando, el barrio se llenaba de música. Salía de aquel viejo local, aquel sótano, donde antes estuvo la escuela de música. Aquellas notas ya ni se recordaban. Pero algún sábado alguien se empeñaba en recuperar viejos discos. O algún sábado alguien desenterraba un violín del fondo de un armario. Y algún sábado, entonces, la gente del barrio se acercaba a las ventanas del local. Se agachaban para mirar. Algún sábado la música terminaba por atraer al barrio. Y se bajaban las escaleras y se abrían las puertas del viejo local. Cuando llegaba ese sábado los muchachos y yo nos acercábamos. También bajábamos allá. Claro que si bajábamos. Durante lo que durase la música bailábamos como locos. Todo el barrio bailaba como loco. Hasta los viejos que apenas se movían agitaban la cabeza con la música. Alguno de los muchachos terminaba rendido, sentado en el suelo, con las piernas doloridas. Pero mientras sonaba la música nadie dejaba de bailar. Ya habría mucho tiempo después para no soñar.

14.11.07

Luigi Cauqui

Era Luigi Cauqui, amigo de uno de los muchachos. Había venido de lejos y se notaba. Pero a los muchachos les hacía gracia. Sobre todo cuando se pasaba con los tranquilizantes y se quedaba en los peldaños del portal, medio tumbado, mirando perdido la otra acera. Le daba igual lo que hiciésemos, dónde fuésemos o quiénes éramos. Él sólo quería estar allí, sin moverse, sin hablar, esperando. Cuando los días así llegaban, porque siempre llegaban si Luigi Cauqui volvía a la ciudad, los muchachos lo rodeaban y le pedían que contase aquella historia otra vez. Luigi había venido de lejos, de muy lejos, decían, aunque nunca supimos dónde quedaba aquel lugar. La cicatriz de la mejilla era el único mapa que necesitaba mostrarnos. Por eso cuando Luigi Cauqui se pasaba con los tranquilizantes los muchachos se sentaban a su alrededor. Y le pedían que contase su historia. Y él, sin dejar de mirar a la otra acera, con las pupilas grandes y negras como cualquier noche en el barrio, lo hacía. “Hoy tenemos una encantadora guerra suave, chico”, empezaba…