19.1.17

Húndete en el mar


Lo supieron en el bar, según llegué, porque los muchachos me miraron con los ojos esperando respuestas pero sin lanzarlas.  Y uno sabe ya después de tantos años que los muchachos están ahí para que cada uno cuente su realidad, asentir y después pasar a nuestra realidad como siempre habíamos hecho. Poco misterio había. Ni juegos. Ni palabras. Ni consejos. No hacían falta. A cada uno le pasaba un mundo por encima y el resto asentíamos. Como mucho un abrazo y otro bourbon. Ahí acababa todo y empezaba todo de nuevo. Así habíamos decidido siempre que fuese y así seguiría siendo y para el resto ya estaba ese otro mundo que seguía girando ahí fuera mientras nosotros bebíamos en silencio escuchando a aquel crooner maldito quemar su voz por los altavoces. Saludé levantando la barbilla mientras me quitaba el sombrero y el abrigo y me senté en mi silla, la misma de siempre, la que estaba vacía esperando a mi regreso. Porque las sillas siempre estaban ahí, nadie las ocupaba. Uno podía tardar diez años en volver y sabía que cuando lo hiciese nadie haría preguntas. Que te mirarían, te sonreirían y probablemente te dijesen algo del sombrero nuevo o de los zapatos o del último partido o que alguien te pidiese un pitillo y una ronda pero que todo seguiría igual. Así fue. Así es. Y así seguirá siendo. Yo desaparecí largas temporadas y nunca me pidió nadie explicaciones. Tampoco esta vez. Me senté, estiré las palmas de las manos sobre el tablero, en paralelo y suspiré. Tomé un trago y miré a los muchachos uno por uno a los ojos. Todos asintieron. Aquel crooner nos cantaba a nosotros. No lo conocíamos. Solo lo escuchábamos brotar de aquella radio pero sabíamos que era uno de los nuestros. Escuchamos en silencio. “Hazte con una pistola, cambia de país, deshazte de tu sombrero, bebe, viejo, bebe, vuelve a beber. Busca nuevos mapas, quema ciudades, el pasado es una estaca que te parte en dos mitades. Ya está bien de llorar, niños, ya está bien de llorar. Húndete en el mar”. Aquel cabrón nos susurraba a nosotros. Nos observamos de nuevo y sonreímos. ¿Una mujer, no?, me preguntó finalmente uno de los muchachos sin dejar de mirar la mesa y el vaso. Bebió. Bebí sin responder. Cogí aire. Suspiré de nuevo. Asentí. Pues ahora llegan los tiempos del olvido, añadió. Y volvimos a beber.