29.10.07

Televisión

La encendía en cualquier momento, fuese el día que fuese, y me quedaba delante de ella. Ni me sentaba. De pie, mirándola de arriba abajo, viendo su mundo apagado en grises, escuchando sus voces. Sus personajes me miraban desde su cristal y yo les devolvía la mirada desde el mío. Ellos no me veían, claro, y a veces pienso que yo tampoco a ellos. Les escuchaba y miraba durante un rato. No sé cuánto tiempo. A veces un par de minutos, a veces hasta dos horas. Siempre de pie. Siempre pensando en seguir camino. Siempre una pausa. Quería asomarme al mundo que no conocía y lo intentaba con su luz y sus colores. Pero ese mundo nunca era lo que esperaba encontrar. Sí, había otras vidas, de otros lugares. Había otras historias, de otras gentes. Pero todo resultaba igual de triste, o feliz, según se mirase, que asomarme a la ventana. El mundo que me traían hasta la salita de mi casa era igual que el que encontraba fuera. Miraba mi televisor desde arriba, de pie, siempre sin sentarme, nunca me rendiría a su luz sentándome frente a él. Por mucho que quisiesen enseñarme que el mundo de fuera era igual que el mío, jamás me convencerían. Las ganas de huida seguían ahí.

16.10.07

¿Y mis manos?

Antes eran más rápidas. Oh, sí, lo eran. Mucho más rápidas. Centelleaban en el aire por la noche. Cruzaban el camino entre yo y el otro. Antes de que pestañease, habían llegado a su destino. Los muchachos siempre lo dijeron. En el barrio creyeron que llegaría a algo. Algunas señoras decían incluso que debía dedicarme a la música. Chico, vaya dedos largos, vaya velocidad, lo tuyo es el piano. Pero era mentira. Sólo era verdad que tenía unas manos rápidas. Oh, sí, lo eran. Y fuertes. Pegaban como atropellan los trenes de mercancías. Eran una maravilla. Salvajes. Y siempre estaban dispuestas para cuando las necesitaba. Los muchachos y yo lo sabíamos. Pensé que duraría siempre. Pero si los grandes acababan con los hombros caídos, artrosis en los codos y la nariz contra la lona, ¿cómo no iba a pasarme a mí? Yo nunca fui grande, pero creí que mis manos sí lo eran. Se equivocaron de cuerpo cuando me las dieron, solía decir. Ayer al levantarme me dolieron los nudillos. Traté de cerrar los dedos sobre las palmas y no pude. Agité las palmas al aire y no logró desentumecerlas. Ayer llegó el dolor de los años a mis manos. Oh, sí que eran rápidas antes, sí.

15.10.07

El último baile

Había durado todo el verano. Fue bonito. Durante tres meses me olvidé casi de los muchachos. Ellos me lo recordaban riéndose. Pero fue una historia bonita. Sí, lo reconozco. El nuestro era un barrio pequeño. Había llegado una feria. Allí íbamos a ver carreras de tiovivo. Pasábamos la noche entre las músicas de las atracciones dejándonos llevar. Cuando alguno de los muchachos se cruzaba con nosotros, se reía. Pero la nuestra era una historia bonita. El final del verano se llevó la feria consigo. La última noche que los caballos trotaron en nuestro pequeño barrio todo terminaba. Los dos lo sabíamos. Yo le dije: resérvame el último baile. Y ella lo hizo.

5.10.07

Una historia de amor

La vi y la perseguí durante años. Desde que éramos niños. Nos cruzábamos una y otra vez por el barrio. Ella lo sabía. Pero andaba con sus amigas y sus saltitos y sus palmadas y sus juegos de niñas. Yo no me separaba de los muchachos. Corriendo siempre de un lado para otro. Cuando nos cruzábamos nos mirábamos. Si su grupo corría en un sentido y el mío en el contrario nos quedábamos rezagados unos segundos. Sólo nos mirábamos. Nunca llegamos a decirnos nada. Y volvíamos a unirnos a los nuestros. Después crecimos. Las niñas dejaron los juegos de niñas y los muchachos y yo, bueno, los muchachos y yo empezamos a hacer otras cosas. La vida nos engulló. Pero crecimos encontrándonos por el barrio. Ya éramos jóvenes, pero nos comportábamos como los niños que fuimos. Nos cruzábamos por las esquinas y nos lanzábamos miradas de reojo. Alguna vez nos paramos de nuevo uno frente a otro, pero no nos dijimos nada. Años después, cuando volví al barrio, la encontré casada con otro hombre. Seguimos viéndonos por la calle pero ella bajaba la mirada. Ayer murió. No tenía años para morir, pero lo hizo. A veces la muerte llega y te engulle. Uno de los muchachos, que subió a la casa, encontró su diario. Dice que leyó mi nombre y que contaba una historia de amor. Me preguntaron qué significaba aquello pero les dije que no sabía nada. Nadie preguntó nunca más por aquello.

2.10.07

Otras vidas

Allí estaba yo de nuevo sentado en la butaca y preparado para vivir otra vida. Alrededor mío, los muchachos, con los ojos como platos. Al día siguiente todos queríamos peinarnos como el protagonista. Cuando nos juntábamos de nuevo, rápidamente sacudíamos las cabezas y hacíamos como si no nos hubiésemos visto unos a otros. Pero siempre era lo mismo. Allí estábamos otro viernes, uno cada seis semanas, sentados y callados en las butacas ante la gran tela blanca. Aquel era el único tiempo en el que los muchachos y yo guardábamos silencio total. Ni siquiera cuando alguien fallecía lo hacíamos. Eso salvo que fuese uno de los muchachos. Pero aquel día estábamos allí, sentados en nuestras butacas, dispuestos a viajar donde nos dijesen, preparados para besar a la dama, ansiosos por ver las faldas de su vestido moverse a tamaño gigante. Cada seis semanas huíamos como ni siquiera podíamos huir cuando de verdad intentábamos hacerlo. Nos sentábamos allí durante más de una hora y no abríamos la boca. El silencio duraba todo el camino de regreso a casa al terminar. Nadie quería decir nada porque nadie quería demostrar que la historia vivida allá dentro había terminado ya.