16.2.10

Su hijo

Apenas podíamos creerlo. Aquello no era cierto. No podía pasar. Maldita vida. Algunas personas parece que encuentran todas las grietas del suelo y que siempre meten dentro los pies. No le podía pasar a él. Aquello no. El día que nos lo contó era el hombre más feliz del planeta. Y feliz era una palabra que, de verdad, no salía mucho en nuestras conversaciones. Habló de dejar todo aquello. De trabajar, sí, trabajar duro. De buscar un piso y crecer. De estar a su lado, por fin, una mujer con la que quedarse. De pensar en futuro, de olvidar el pasado, de hablar en presente. Uno de nuestros muchachos. Era uno de nuestros muchachos. Y fue una sorpresa. Ni siquiera sabíamos que llevaba un año con aquella chica, que la que besaba cuando se despedía de nosotros, que la quería. Lo mantuvo en secreto. Hay cosas, nos dijo, lo siento, que no sé por dónde irán y no puedo compartirlas. Le entendimos. Si la mala suerte se contagia, muchacho, mantente lejos de la mala suerte. Aquel día era el hombre que más brillaba en el mundo, y brillar era un verbo que sólo conocíamos de los neones. Por eso cuando nos enteramos no pudimos hablar. Aquella chica había perdido el bebé. Nos lo contó él mientras lo rodeábamos. Sin hablar. Si llevas la mala suerte en los bolsillos no importa que laves los pantalones. Siempre hay otra grieta donde meter los pies. Bebimos, claro, aquella noche que nos lo contó. En silencio. No podíamos hacer otra cosa. Adiós, vida cruel. Maldita mala suerte. A mis muchachos no. Hay dioses puñeteros que se empeñan en hacerles la vida imposible a algunos hombres buenos que aún creen en ellos. Que vengan y me lo digan a la cara.

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