23.2.10

Posando para él

No nos veía. Desde su sótano sólo conocía los tobillos de la ciudad. Pero allá abajo era capaz de bailar con el demonio. Nosotros sí le veíamos. Aquel ventanuco nos dejaba ser espectadores de su delirio. Callados. Ausentes. Nos arrodillábamos y nos escondíamos para que no nos descubriese. Con cuidado para no robarle aquel rayo de sol que se colaba. Apenas una gota de luz. Suficiente para verlo allí, solo. Enfrente una tela blanca. Latas de pintura. Y sus manos. Nada más. Y girar. Y salpicar. Y arrastrar las palmas por la tela. Y la cara manchada. Y los pies chapoteando. Y un torbellino de grises y algún azul y amarillo. Y, de pronto, todo negro. Exhausto. Rendido. Fumando al tiempo que danzaba. El pitillo manchado. Rojo. Luego verde. Y otra vez. Las manos en las latas. Las manos en la tela. La pintura en las paredes. Y aquellos ojos, que miraban sin ver, en otro sitio, lejos de aquel sótano desde que el podía verle los tobillos a la ciudad y nada más. Nunca lo vimos. Pero siempre supimos que entre las sombras estaba el demonio posando para él.

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