1.10.10

El último trago

Y a mí qué carajo me importaba cuánta heroína pudiese fumar aquel señor. Yo sabía que cada vez que subía allí y se vestía de sombra y humo, todo lo que tenía dentro lo soltaba. Jamás abrió los ojos. Apretaba los labios sobre la boquilla de aquel saxofón, por encima de la pajarita, y soplaba hasta que licuaba el alma al otro lado del instrumento. Menudo hijo de la gran puta. Los muchachos y yo lo observábamos con los ojos y con un vaso de whisky en las manos, como debe ser. Y dejábamos que aquellos graves nos meciesen. Y que aquellas cimas de agudos intensos y disparatados nos preocupasen. Aquello era una paliza para los sentidos. Una alarma de incendios en una habitación sin ventanas. El llanto de una mujer que ahora sí no llora por ninguna tontería. Aquel hombre lo contaba todo sin abrir jamás la boca. Ni una palabra. Ni siquiera cuando se sentaba al final de la función en aquel rincón. La camarera le llevaba su bebida y él bebía. Nadie le podía molestar. Dicen que estuvo siempre tan drogado que no hubiera entendido su mismo idioma. Una noche nos quedamos hasta que salió la camarera. Entonces la asaltamos en la puerta y se lo preguntamos. Ella nos lo contó. Sin haberle visto los ojos nunca, siempre respondía: gracias, hija, este puede ser el último trago.

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