5.7.10

Un buen viaje

Cada uno de los muchachos sabía cómo escapar. Para eso no necesitaban a nadie. Siempre había algún conocido que en un rincón de otro barrio te daba en un apretón de manos un billete en otra dirección. Después cada uno buscaba el lugar donde coger aquellos trenes. Algunos al fondo del bar, sentados en la oscuridad, con la cabeza entre las manos. Otros en su colchón, con las luces apagadas, aunque la ciudad aullase al otro lado de la ventana. Muchos entre nosotros, rodeados por el resto, con los ojos abiertos, la boca torcida y la boca tan seca que ni hablaban. Nadie avisaba. Pero todos sabíamos dónde estaba cada uno y en qué dirección había ido. No preguntábamos. Había noches en la que teníamos suficiente con sostenernos de pie y otras que queríamos correr lejos de nosotros mismos. Hay veces que quieres pelear contra tu propio mundo. Estás dispuesto a batirte. A ganar. A masticar la noche y abrir los ojos con el sol, al salir, con los puños en alto. Para espantar la desesperación con golpes de luz. Otras veces este mundo se quedaba pequeño y lo que se quería era no pisarlo. Entonces desaparecía uno de los muchachos y aparecía dos días después, más flaco, pálido, con los ojos agrietados y húmedos. No lo había conseguido. Claro. Nunca se conseguía. Aquellos viajes duraban apenas horas. Nunca lo suficiente. Pero los muchachos seguían intentándolo.

1 comentario:

Nuria Cortés dijo...

Me recuerda a Steinbeck, aunque suene a palabras mayores... Me gusta. -y ya no digo más ;) -