3.3.10

Su aroma, y pensar que fuese el mío

Aquella muchacha. Sí, era aquella muchacha. Si estaba allí lo sabía. Sólo con entrar a cualquier sitio su olor se me metía en la vértebras. Hay detalles evocadores. Siempre los hubo. Sensaciones que son como un buen viaje y, de pronto, te llevan a otro sitio lejos del que estás. Ese lugar al que siempre habías querido ir y al que nunca habías sabido llegar. Aquella muchacha era así. Lo sabía sólo con cruzar la puerta. Aquel aroma se me metía en los empastes y me empastaba el cerebro. Ya no podía pensar en nada más. Buceaba entre aquella neblina, sin querer respirar de nuevo nada más. Con eso tenía suficiente para soñar durante horas. Hasta que se empezase a disipar el recuerdo y necesitase una nueva bocanada. Con eso tenía. No se lo conté a los muchachos, desde luego. Se hubieran reído de mí. A aquellas alturas naufragar por el aroma de una mujer que no te hace caso hubiera sido un síntoma de debilidad difícil de explicar, imposible de comprender. Más aún si eres parte de un castillo de naipes en el que el as de picas vale tanto como un cuatro de tréboles. Pero aquella muchacha, así os lo digo, me hechizaba y no encontraba yo antídoto más allá de respirar fuerte, más profundo cada vez, para que jamás se me olvidase a qué huelen los sueños imposibles, las mujeres inalcanzables, aquello, imagino, que algunos llamaban felicidad. Otra vida, vamos. La victoria. No sé. Ella, sólo, quizá. Su aroma. Y pensar que fuese el mío.

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