12.12.05

El perro

Apareció un día por el barrio, husmeando entre los cubos de basura, cojo, flaco y mugriento. Los niños lo vieron y se encariñaron con él. Lo lavaron y le dieron de comer. A las dos semanas estaba rollizo y había dejado de cojear. Le lanzaban pelotas y él las traía de vuelta. Daba saltos y se dejaba acariciar por todo aquel que se le acercaba. Los niños reían. Era de todos y de nadie. Dormía acurrucado bajo las escaleras de los portales. Una señora le puso una manta y allí se echaba. Un noche un coche atravesó la calle principal a toda velocidad. No era habitual en la zona. A la mañana siguiente amaneció muerto sobre la calzada. Los niños lloraron y durante semanas dejaron de reír. Las alegrías duran poco. Así lo descubrieron.

9.12.05

Una larga ausencia

Una larga ausencia. Lo sé. El médico me obligó. Pero he vuelto. Esta misma mañana he salido de la clínica de desintoxicación con un diploma y tres gramos de cocaína en el tacón de mi bota. He sacudido el polvo del ala de mi sombrero y he regresado al bar. Todos seguían allí. Mis muchachos, intactos, contando las mismas historias. Cuando me han visto aparecer me han hecho hueco, donde antes me sentaba, y han seguido contando historias. Todo vuelve a ser lo mismo. El médico me dijo que era eso o morir. Accedí. La orden del juez me convenció definitivamente. Casi dos meses después, estoy curado. Eso dice el diploma. Me dejaron salir y los guardias me dijeron hasta pronto. Pero yo sé que no será así. No me volverán a ver por allí. Uno de los muchachos tiene cosido un navajazo en un costado. Lo sé porque le he visto los puntos cuando se ha estirado bostezando. Pero no pregunto. Esa historia ya la debió contar cuando yo no estaba. Ahora están contando otras. No es momento para volver al pasado.

1.12.05

Aquella mujer

Era una mujer capaz de matarte con una mirada de reojo. Aquello hacía que cada vez que la veíamos pasar nos cuadrásemos como soldados primerizos. Los muchachos y yo bebíamos vino en el bar y murmurábamos contra los políticos que nos habían metido en aquella guerra. Cuando daban las dos, salíamos a la calle a esperar. Ella acababa la jornada de mañana en la peluquería y desfilaba ante nosotros, cuadrados en fila, al borde de la acera. Alguno de los muchachos le silbó alguna vez, pero nunca se giró. Un día que no la fui buscando tropecé con ella. Acaricié el ala de mi sombrero con el índice y el pulgar y le dije: perdone, señorita. Me miró y siguió su camino. Los muchachos nunca creyeron mi historia.

29.11.05

Nunca con nosotros

Cuando quise avisar al camarero ya había muerto el hombre en la mesa del fondo. Un hueso de pollo, debió ser. La verdad es que no quise preguntar. Terminé de comerme las ostras a las que me invitó el dueño y me marché. El calor apretaba como aprietan las corbatas en los trajes de funeral. Así que me metí en el bar de siempre y pedí una cerveza. El barman me conocía ya. Nos pusimos a hablar y me contó la historia de un cuñado suyo al que había tocado la lotería y tenía grandes planes hechos para invertir el dinero. Pero aquella mañana lo atropelló un autobús con un ramo de flores en la mano. La vida se ríe, me dijo. Y nunca es con nosotros.

23.11.05

Morgan Salucci

Aquel niño había crecido en el barrio respondiendo a todo: yo que sé. Daba igual que le dijesen. El siempre respondía: yo que sé. Así creció sin que nadie le hiciese preguntas. La gente del barrio se había cansado de preguntarle porque nunca encontraban respuesta. Aquel niño era el hombre que ahora veía al fondo del restaurante, con dos pistoleros vigilando la entrada y otros dos cubriendo la puerta trasera y el cuarto de baño. Era el jefe de la mafia local. Una mañana aparecieron muertos cinco hombres. La prensa hablaba de un ajuste de cuentas mientras la policía cerraba la boca. Al otro lado de los cristales del bar vi la escena. Cuando el comisario le preguntó a Morgan Salucci, él respondió: yo que sé. No hay más preguntas, señoría.

22.11.05

Billy

Ya se había montado el lío de nuevo. A Billy el niño no podíamos darle dos cervezas. Se le soltaba la lengua y empezaba a decir barbaridades a las mujeres del bar. Los novios saltaban sobre Billy y enseguida nosotros sobre ellos. Ya estaba el lío montado. Pero Billy era como nuestro hermano pequeño. Y por un hermano pequeño se saltaba encima del más feo y gordo de todos los tipos. Por eso aquella noche de nuevo se montó el lío. Y por eso acabamos todos sentados en la acera fuera del bar con la cara magullada y riéndonos a carcajadas mientras Billy vomitaba apoyado en un muro.

21.11.05

Luigi

En el escaparate de la panadería de Luigi había un cartel que decía cerrado por vacaciones. Pero todos los niños del barrio sabían que era por defunción. Nos dio galletas calientes del horno mientras crecíamos a pesar de la rudeza de aquellos muros y aquel suelo. En sus manos la normalidad eran trozos de bollos esponjosos e historias que acababan bien. Fue lo más parecido a un padre que tuvimos muchos de nosotros mientras nos hacíamos los hombres que jamás quisimos llegar a ser. Aquel día el barrio estaba nublado. Los niños decían que Luigi estaba de vacaciones. Aunque habían visto salir su cuerpo muerto del edificio camino del depósito.

16.11.05

Canciones de amor

No me gustan las canciones de amor. Ésa es la única herencia que me dejó mi padre. Pero es de lo que más orgulloso estoy. Ahora a los muchachos tampoco les gustan. Yo se lo he contado. Lo entendieron. Cada vez que en el bar suena una, el camarero sabe que tiene que cambiar de emisora. A él no le convence del todo. Dice que el romanticismo es lo que su madre le legó. Por eso no le reprochamos nada. Pero los muchachos y yo sabemos que mi viejo tenía razón. Las canciones de amor son propaganda del Gobierno. Están hechas para que te cases, tengas un montón de hijos y pagues impuestos. No pienso pasar por ese aro.

15.11.05

El barman

Yo prefería un destornillador, por el golpe de vodka a la garganta, porque me despertaba aunque estuviese ya despierto. Pero el barman esa noche estaba cabreado persiguiendo una rubia al fondo de la sala, y me puso un dry martini que ni tenía ginebra y sabía a rayos. Me lo bebí, por supuesto. Jamás desperdicié una copa. Después de cuatro olvidé qué había pedido. Desperté aferrado a un taburete contando historias pasadas al camarero, que sonreía con la bragueta bajada y manchas de carmín en la camisa mientras me preparaba un bloody mary.

14.11.05

Un niño del barrio

Aquel dry martini ni estaba frío ni era martini, pero andaba ya tan borracho que hubiera aceptado cualquier banco como mi colchón. La verdad es que la chaqueta me sentaba bien. Lo dijeron los muchachos, que siempre quisieron creer en algo. Si uno sale, a todos nos irá bien. Eso pensaban. Al final volvíamos al bar de siempre para discutir las historias de nunca. La rueda del camión le pasó por encima a la altura del abdomen. Le salió sangre por la boca como una fuente. Una señora se desmayó. Uno de los muchachos nos mantenía informados de todo lo que pasaba por el barrio. Le llamábamos reportero. Aquella mañana un furgón de reparto de leche atropelló a uno de los niños de la calle. Nadie reclamó el cadáver. Cuando amaneció los muchachos y yo fuimos al entierro. No importaba lo borrachos que estuviésemos. Un niño del barrio jamás debe marcharse solo. Por eso me puse mi mejor chaqueta esa mañana. Por eso más que nunca los muchachos necesitaban creer.

12.11.05

La huida

El coche me dejó tirado a medio camino entre aquí y ninguna parte. De nuevo estaba donde quería no estar. La melodía de la radio alegró la tarde. Ni lo descolgué. El coche perdía aceite. Lo dijo un mecánico que viajaba en un camión. Los vi marcharse al fondo de la carretera. Allí andaba yo de nuevo esquivando sombras. Por un momento hubiera dado un brazo por tener allí a los muchachos y una caja de cerveza. Todo parecía tan oscuro que decidí dormir. La huida siempre es más dura que cuando se planea. Poco a poco.

11.11.05

La calle cuarta

Coloqué la pistola en el cinturón como había aprendido a hacer desde que cumplí los siete. A un lado. Siempre en un lateral. Si la colocas detrás o delante se nota el bulto. Cualquier niño del barrio lo sabía. Así lo hice. Al lado izquierdo, porque soy diestro. Antes la cargué. Seis balas sin destinatario pero con una amplia agenda de direcciones. Estaba dispuesto a que pasase cualquier cosa. Nadie mata a uno de los míos. Nadie toca el barrio. Porque cuando alguien toca a alguien del barrio las heridas familiares se abren. El resto de los muchachos y yo salimos hacia la calle cuarta. Allí encontraríamos la verdad. La realidad es que me temblaban las piernas. Ahora sé que las armas las dispara el miedo.

10.11.05

Una sonrisa

A veces, sin motivos, uno de los muchachos sonreía. Aquel siempre era un gran día. De repente, sin avisar, sin nada por lo que hacerlo, desplegaba una enorme sonrisa. Y todos comenzábamos a reírnos como un coro desafinado y ruidoso. Nuestra risa llenaba el local donde estuviésemos. No hacía falta siquiera hablar. Nos mirábamos a los ojos y reíamos. Cualquier día podía ocurrir una cosa así. Aunque esos días eran poco frecuentes. Casi nunca sucedían porque nunca había motivos para reír. Pero de vez en cuando uno de los muchachos se atrevía a desafiar a la realidad con una sonrisa. Y todos lo celebrábamos riendo con él. Aunque sabíamos que eso no cambiaría nada.

Nochevieja, 1985

La nochevieja de 1985 había sido la mejor del barrio. Todos se habían echado a la calle para celebrar la llegada del nuevo año. Los hombres descorchaban botellas de vino mientras sus mujeres compartían bailes con los vecinos. Los niños corrían de lado a lado, entre el confeti, en mitad de una batalla campal de corchos de botella. Los muchachos y yo contemplábamos la escena entre abrazos. Aquel era nuestro barrio. Aquella era nuestra gente. Aquello era lo más cerca que nunca estuvimos de la felicidad. El amanecer rompió el hechizo, pero a nadie le importó entonces.

8.11.05

El vecino del cuarto

Aquel día no era yo quien había gritado mientras dormía. A la mañana siguiente todos me preguntaron, pero no era yo. Nadie supo quién había dado aquel alarido. Pensaron que era yo porque solía ser la hora a la que volvía a casa. Me despedía de los muchachos tras fumarnos un cigarrillo en las escalerillas y después me largaba. A veces chillábamos. Era una forma de dejar escapar el miedo. Algo así como una ducha antes de entrar en el territorio virgen del propio hogar. El único lugar en el que puedes estar a salvo. Eso pensábamos. Así lo veíamos. Dos semanas después, un nuevo alarido nos despertó. A la mañana siguiente supimos que Freddy, el vecino del cuarto, había acuchillado a su mujer, Susan. Entonces comprendimos que jamás encontraríamos un sitio seguro.

¿Dónde estás?

Su padre se había marchado cuando él cumplió los trece. Desde entonces recibía una postal al año, un regalo envuelto cada fin de curso y una llamada telefónica que su madre no le pasaba cada cumpleaños. Nos abandonó para que muriésemos, decía su madre, cada vez que el calendario señalaba 16 de marzo. Hace ya catorce años de aquello. Su padre le contó en una carta que no pudo resistir la tristeza de un matrimonio roto. Lo hice por vosotros, le explicó, entre sollozos, en la primera llamada que pudo coger, porque su madre no estaba en casa cuando cumplió los veinticuatro. Habían pasado once años. ¿Dónde estás?, nos dijo después, en el bar, con el abrazo de los muchachos aliviando el frío familiar, que le había preguntado. No importa hijo. Puedes decir que estoy muerto.

Dejamos el colegio

El día que dejamos el colegio lo celebramos como si hubiésemos conseguido dejarlo igual que lo dejaban el resto. Ellos iban con sus diplomas. Nosotros, con nuestras cartas de expulsión. Ese día bajamos la calle principal del barrio en formación. Todos alineados de acera a acera bloqueando el asfalto. La cabeza bien alta y una amplia sonrisa. Los muchachos y yo sabíamos que aquello marcaría a los niños más pequeños del barrio. Cuando alguien crece en un lugar cuyo padre se mata a trabajar durante el día y luego se mata a beber durante la noche, es necesario poder tener a alguien que dé ejemplo. Nosotros éramos su referencia. Aquella lección debían aprenderla ellos solos. Pero los muchachos y yo podíamos ayudarle a comprender el mundo.

7.11.05

El predicador

Algún día todo acabaría para siempre. Lo sabía. Pasaba noches enteras con los ojos abiertos y sudando. A pesar de que no quería recordarlo, mi cabeza me devolvía una y otra vez el pensamiento reincidente de la muerte. Algún día ya no estaré aquí. Habré desaparecido para siempre. El mundo seguirá su ritmo. Habré envejecido tanto que habré muerto. Y eso si llego a viejo. Después ya no seré nada. Tal vez un recuerdo para alguien. Tal vez para los muchachos, que brindarán por mí alguna vez. Eso si ellos siguen vivos. Cada noche que no dormía porque me desvelaba la amenaza de la muerte al día siguiente se lo contaba a los muchachos. Quería compartir mi miedo. El miedo en grupo es menos miedo, pensaba. Una tarde en el bar el predicador que perdió su iglesia y su público por beber demasiado vino me escuchó. Desde el otro extremo de la barra se acercó tambaleándose hacía mí. Posó sus manos sobre mis hombros. Me miró. Y entonces me dio el mejor consejo que nadie me había dado. “Cuando el mundo no sea más que ceniza, sopla”.

6.11.05

Antes de que amanezca

Debía de ser muy tarde, porque el horizonte empezaba a ponerse morado con los primeros rayos del sol. La luz del día nos golpearía los ojos aún abiertos y trastocaría todo lo que habíamos creído. La noche nos protegía, por eso apurábamos hasta la última gota de la madrugada. Aquel día iba a salir el sol. Era muy tarde, pero nadie quería irse. Sentados en corro alrededor de una hoguera, con la ciudad durmiendo a nuestro pies, pasábamos de mano en mano la botella de bourbon. Un trago, un suspiro, y la botella sigue su camino. Uno de los muchachos estaba contando una historia sobre una cita que había tenido con una pelirroja que el segundo día que quedaron le habló de niños y un perrito. Nos dijo que no la había vuelto a ver. Lo contaba de tal forma que todos nos reíamos. Imaginamos su cara de susto. Le vimos corriendo fuera de aquella cama. Lo escuchamos maldiciendo al paso del tiempo. Pero le entendíamos. Vaya si le entendíamos.

Una frase

Lo importante es una buena frase. Lo demás no importa. Puedes haber sido el mayor genio de la historia, pero si nunca dijiste una buena frase, nadie te recordará. Eso lo sabíamos todos sin tener que haber ido a la escuela para aprenderlo. Tantos tipos brillantes pasaron por el mundo de puntillas que su anonimato significaba fracaso. Premios, menciones, teorías, composiciones, viajes... Daba igual que hubiesen hecho. Nada de eso contaba al final. Sólo resistía el que había pronunciado una de esas frases rotundas. Los muchachos ensayaban cada tarde frases buenas. Todos querían ser recordados por lo que dijeron. No querían hacer méritos. Ni ser superdotados. Ni nada parecido. Aquello no servía. Con apenas cuatro palabras bien colocadas bastaba. Por eso cada vez que nos juntábamos, cada tarde, lo primero que hacían todos era compartir sus frases. Después miraban la reacción del resto y entonces sabían que debían seguir intentándolo. No por mucho intentarlo se consigue, les dije una vez. Desde entonces se olvidaron de pasar a la historia.

19 de enero

19 de enero. Nunca olvidaré esa fecha. Parecía un buen día. La verdad es que no tenía mala pinta. Era domingo. Brillaba el sol. Y unos niños jugaban a la pelota en la calle. Se escuchaban sus risas al otro lado de la ventana. Uno de los muchachos llegó corriendo a mi casa, subió las escaleras y cuando le abrí, casi sin respiración, me dio la noticia. Ninguno de los dos pudimos hablar. Cerré la puerta y corrí con él. Los niños jugaban a la pelota en la calle. Reían. Corrimos calle abajo. Tres manzanas al sur nos paramos. Allí estaban el resto de los muchachos. Nos abrazamos todos. Las lágrimas trataban de nacer en los ojos de algunos. Otros ni siquiera las contenían. Volvimos a abrazarnos. Aquel día perdimos parte de nuestras vidas. Uno de los muchachos había muerto. Atropellado en el centro. Lejos de casa. Fuera del mundo. Sus ojos se cerraron. Nosotros quisimos que el mundo se parase.

5.11.05

Noviembre, llueve afuera


Ajusto la pistola al cinturón y la oculto bajo la gabardina. Así nadie podrá verla. Si acaso, alguna mujer podría pensar que me alegro realmente de verla. Pero yo sé que no es eso. William Sutton lo contaba siempre gesticulando y escenificando los movimientos. Una madrugada ya cerca del amanecer en un bar de Ontario nos lo explicó. Éramos la única familia que le quedaba tras haber escapado hacia el norte. Por eso le escuchamos y le dimos palmadas en la espalda. Nuestro hermano había crecido.

Los ojos de la serpiente

Tenía siete caras el dado que lanzaba contra la pared. Un puñado de billetes aguardaban quietos sobre el suelo. Los ojos de la serpiente, suplicaba. El matón de la calle 34 le miraba esperando cualquier otra tirada. El futuro a veces se quedaba esperando. Era una niña con largos rizos rubios. Eran dos trenzas destrenzadas y un balcón abierto. Sujetó los pequeños cubos en su puño cerrado y apretó los párpados. Los ojos de la serpiente, soñó. Sonaba un violín en un club dos manzanas más allá. La noche se había marchado. El futuro permanecía aguardando la sentencia del juez azar. Los ojos de la serpiente, rezó. Cuando abrió los dedos y disparó el plástico contra el yeso blanco, sus pestañas se congelaron.

Jimmy Dedosfinos

Volvía una vez más a ser dieciocho de febrero mientras el camarero quitaba la aceituna del martini que había pedido la señorita. El club estaba repleto de sombras aquella noche. Al piano se sentaba Jimmy Dedosfinos, y siempre que tocaba toda la ciudad quería viajar con él. Aquella noche de febrero de un año antes de que me perdiese nuestra cita esperaba aún a que comenzase la música con la impaciencia del acusado que aguarda su sentencia. No importaba nada entonces. Sólo la primera nota de la alfombra mágica de teclas blancas y negras. Todos queríamos el paraíso sin aceituna en nuestra copa de licor. Pero interrumpió la velada el dueño, Moe Freedman, llorando. A la hora en que debíamos empezar a ser felices anunció el infarto que dejó mudo el piano de Jimmy Dedosfinos.

Micky Friburgo

Eran los mismos guantes que antes había llevado Micky Friburgo. Los mismos con los que en veinte peleas había tumbado a veinte tíos. Pero las manos que ocultaban ya no eran las mismas. Friburgo dejó de ser el carnicero y se había convertido en un anciano con pantalones cortos. No tenía velocidad. Y sin velocidad se acumulaban las derrotas. Los años pasaban. Hasta los periódicos hablaban ya de la época dorada del carnicero. Aquella velada Micky volvió a ponerse sus guantes negros. Besó la medalla que colgaba de su cuello y se prometió no salir de las cuerdas habiendo perdido una vez más. Aquella noche la gente que acudió al pabellón se marchó habiendo vivido el sueño de la máquina del tiempo. Micky Friburgo había tumbado al reloj sobre la lona. Y ni siquiera hubo cuenta atrás.

Joey Calzon

Le miró a los ojos fijamente con el miedo oculto por la rabia. No quedaba otra salida. Estaba allí parado sujetando su futuro entre unos dedos flácidos. Temblores arrepentidos. El odio condensado se filtraba en las palabras de Joey Calzon. Por qué había llegado a ese punto no lo sabía. Cómo acabaría aquello, tampoco. La imprudencia del caballo desbocado le dejó indefenso contando minutos por segundos. Dos ya no serían. Uno quedaría. Elige tú las armas, ofreció.

Vuelta a casa

Regresé del más allá, hoy en primera persona, tras trece días de viaje. La maleta llena de historias nuevas que contaros. Un viaje plácido, lo reconozco. Fue bien la cosecha. Un viejo barman de Misuri me habló de un hombre que disparó al aire su pistola y mató una cigüeña que cayó sobre la cuna de un bebé. Los despropósitos convertidos en tarjeta de boda. Bebí dos güisquis de más. Apuré el último cigarrillo del paquete. Recogí mi sombrero del perchero, sacudí el polvo de las alas, y volví a mi ciudad. Bienvenido, me dijo mi felpudo. Hogar, triste, maldito y perro hogar.

Joe Fieldman

La camarera trajo la botella y los dos vasos en la bandeja. Llegó junto a nuestra mesa y lo dejó todo con desgana. Joe Fieldman me dijo que había sonreído. Pero yo la vi que escupía entre los dientes. No se lo dije. Cuando alguien tiene una úlcera de tal tamaño que los astrólogos quieren bautizarla, no vale la pena estropearle los momentos felices. Joe Fieldman compartió conmigo en Arkansas la última noche antes del diluvio. Después de aquello yo cogí un tren hacia Albuquerque. Tres días después, la prensa llevaba una columna con su foto en las necrológicas. Entonces lo comprendí. La camarera había sonreído.

Razón de ser

Las trincheras están en cada mañana. Despertamos. Avanzamos. El pelotón aguarda. Llaman. La carga, enfrente. Las trincheras están en el televisor, al otro lado del salón. Todos irán surgiendo. Son aquellos que conocimos. Aquellos que inventamos. Aquellos que murieron, un día, de repente, sin avisar. Aquellos que olvidamos. En las trincheras está todo. Y nada, por supuesto. Mitad y mitad de un cocktail que no sabe nunca bien. Ya lo sabéis. Así enseñaron a cabar tumbas. El reloj se disipa. Entre malas noticias y aniversarios buscaré un rincón donde aguardar que caiga el cielo. Empezamos.