7.11.05

El predicador

Algún día todo acabaría para siempre. Lo sabía. Pasaba noches enteras con los ojos abiertos y sudando. A pesar de que no quería recordarlo, mi cabeza me devolvía una y otra vez el pensamiento reincidente de la muerte. Algún día ya no estaré aquí. Habré desaparecido para siempre. El mundo seguirá su ritmo. Habré envejecido tanto que habré muerto. Y eso si llego a viejo. Después ya no seré nada. Tal vez un recuerdo para alguien. Tal vez para los muchachos, que brindarán por mí alguna vez. Eso si ellos siguen vivos. Cada noche que no dormía porque me desvelaba la amenaza de la muerte al día siguiente se lo contaba a los muchachos. Quería compartir mi miedo. El miedo en grupo es menos miedo, pensaba. Una tarde en el bar el predicador que perdió su iglesia y su público por beber demasiado vino me escuchó. Desde el otro extremo de la barra se acercó tambaleándose hacía mí. Posó sus manos sobre mis hombros. Me miró. Y entonces me dio el mejor consejo que nadie me había dado. “Cuando el mundo no sea más que ceniza, sopla”.

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