Cuando caminaba el mundo desaparecía tras ella. Como si se
borrara una fotografía consumida por el fuego. Con ella se perdían las ciudades
que no llegaríamos a conocer. Solo quedaban sus pasos. Pero no importaba porque
la veíamos llegar y ya no importaba esa maqueta que algunos llamaban el mundo. La
había visto así, como un oasis, durante el día. Pero entró una noche al bar,
menuda, con un abrigo oscuro y la piel dibujada de mundos, con los ojos apuntando al suelo, susurrando sus
tacones sobre las baldosas. Se sentó al fondo, en el triángulo de nada que
dejaban los dos focos del local y pidió un dry martini. Nosotros volvimos a lo
nuestro como siempre volvíamos a lo nuestro. Pero después de que pidiera la
segunda copa lo empezamos a escuchar. Era un canto muy leve. Ella miraba los
surcos de la mesa y su voz rebotaba contra la madera. Ajena a todo. En otro
lugar que no era ese y en otro tiempo que no era aquel. Cantaba muy bajo. No entendíamos
siquiera lo que decía, en qué idioma lo hacía ni si aquella era una canción
triste o alegre. Nos quedamos callados escuchando aquella melodía. Sin girarnos
hacia ella, sin movernos. Sin decirlo hicimos un pacto de silencio para no
movernos y que aquel momento durase para siempre. Ni siquiera el camarero se
acercó a su mesa, como había hecho antes, cuando vio su copa vacía. Siguió así
durante más de una hora. Después se levantó y se marchó. Uno de los muchachos
dijo que había visto reflejos de lágrimas en sus mejillas. Ni siquiera
intentamos adivinar quién sería, cuál era su historia, por qué habría llorado
aquella canción. Volvió otra noche dos meses después y se sentó en la misma
mesa y pidió otro dry martini y la miré de reojo cuando lo hacía y mis ojos se
cruzaron con los suyos, con una vida congelada en las pupilas, plácidos y
salvajes. Me sonrió antes de bajar la cabeza y de yo retirar la mía con
vergüenza por haber sido descubierto. Aquella noche volvió a cantar aquella
canción que sonaba a plegaria y volvimos a escondernos en el silencio rompiendo
los relojes. Hubiéramos muerto en aquella voz. Cuando se marchó quise seguirla.
La encontré en la puerta abotonándose el abrigo mientras yo salía a la carrera.
Hablamos allí parados mientras yo fumaba y ella golpeaba los talones de sus
zapatos. Hablamos y hablamos. ¿Crees de verdad que soy una buena persona?, me
preguntó entonces. Me acordé de lo que me había dicho hacía tanto tiempo aquel
pianista que después desapareció con su paraguas de colores. A veces nuestros fantasmas
nos chillan tan fuerte que no nos dejan escucharnos cantar. Y se lo dije.