Crucé aquel país donde hablaban raro y me miraban peor para
encontrarte. Recorrí el camino que nos separaba solo porque sabía que al otro lado estarías
tú, allí, esperándome, con una cerveza recién empezada o un café negro y amargo
humeando junto a un cigarrillo encendido, como lo tomabas siempre. Atravesé
aquel territorio por el que nunca hubiera querido transitar porque nunca quise perder
la seguridad del barrio y de los muchachos cerca. ¿Estás seguro? ¿Por qué lo haces?
Me lo preguntaron ellos la última noche de aquel invierno, con la maleta preparada
y el billete que me conduciría hasta ti. Llegaría allí. Buscaría la dirección
apuntada en el papel, aunque la memoricé hace semanas. Y cuando la encontrase
llamaría a tu puerta y abrirías. Me vería entonces reflejado en tus ojos. Quizá
nos viese a los dos al fondo de los mismos, abrazados, adelantado unos segundos
el futuro. Y te vería sobre todo a ti, por fin, a este lado del océano que
nos separó. Atravesé aquel país donde no supe qué comer porque no supe cómo
pedirlo. Los dedos de ambas manos entrelazados para calmar los nervios. Un
paquete de pitillos agonizando con cada parada. Y las piernas listas para
caminar tu ciudad, mis últimos metros de distancia. Cuando llegué te telefoneé.
Estabas en casa. Lo siento, sé que ha sido un viaje largo, dijiste, pero no
podemos vernos. Solo espero que algún día no me guardes rencor por haberte
hecho esto, susurraste. Y colgaste.