Aquello era lo más parecido a una misa en la que nos encontrarían.
El sábado, en aquel club. El hombre con su sombrero borsalino. Arrodillado
sobre el escenario, en la penumbra, huyendo del foco y de las miradas. Al fondo
estábamos nosotros. “Rezad para que llegue ahora el perfume de las promesas que
jamás os atrevisteis a prometer”, susurraba, cantando al suelo con las uñas
clavadas en el alma. “La soledad de la nostalgia, allí donde el amor ya fue
relegado. Y que se curen nuestro cuerpo y nuestra mente. Y que por fin sane el corazón”.
Lo sentíamos en las entrañas. Donde solo se sienten el dolor y las náuseas. Donde
empieza y termina todo. Ninguno hablábamos mientras duraban aquellas plegarias.
Bebíamos en silencio con los ojos atrapados en su traje gris. Jamás nos pusimos
a merced de un predicador. No quisimos que nos encerraran en una Biblia en la
que no creímos. Nos negamos a acudir en grupo a buscar la fe entre muros con cruces
que no entendíamos. Pero cada sábado, cuando la madrugada nos recordaba ya que
volvería a amanecer y todo empezaría de nuevo, otra vez, nos confesábamos en
aquel club, ante aquel anciano que no levantó los ojos de su infierno y nunca
nos vio esconder las lágrimas cuando cantaba.